El pescado estaba vendido. Dos familias de la Barcelona de toda la vida, un Trías y un Maragall, se repartían la pesca y no se hable más. Se acababa el oprobio de los aspirantes y la ciudad volvería a ser lo que nunca dejó de ser: una ventana al mar para contemplar desde los barrios altos. Sin interferencias foráneas que afectaran a la identidad y la lengua, por más que los salidos del arrabal habían hecho esfuerzos para que los herederos del sentimiento de pertenencia no se vieran afectados ni en el corazón ni en el patrimonio. Lo querían todo, empezando por quitarle ese aire chabacano que el espíritu de Ada Colau impregnaba la ciudad. Pero no pudo ser.
La Barcelona de los señores había ganado las elecciones, Trías había sido el candidato más votado, pero ese hábito reciente de las urnas no cualificadas, donde los propietarios cuentan lo mismo que los precarios, se les torció en la última hora. Pasaban de las cinco de la tarde, ese momento crucial de la fiesta prohibida de los toros, y ante la perspectiva del descabello, los Comunes admitieron que puestos a matar mejor que sea el torero que no el morlaco. Los veladores de la corrida, desde la tribuna de honor, decidieron que entre votar con el PP o buscar trabajo, no había color. Todavía sonaba en el aire la arrebatada voz de Jordi Martí, el albacea de Ada Colau, perjurando en arameo que nunca, nunca, se sumarían a una iniciativa del PP. Pero la vida sin el sol de la plaza se convierte en tristura para quienes llevan años soleándose en la arena del albero.
Sin los cuatro concejales del PP de Barcelona el socialista Collboni no sería alcalde y los Comunes irredentos no cobrarían sus minutas de funcionarios asesores, o asesores funcionarios
Cataluña es un país que ha dado pocos humoristas de fuste; no así cínicos sobrevenidos; tantos que incluso algunos crearon escuela. Se achaca al Mediterráneo, pero lo cierto es que aquí explicar las cosas no es costumbre, pero adecentar la incoherencia constituye un ejercicio intelectual muy valorado. Por eso no es frecuente la verdad desnuda, ni siquiera en las estatuas. El Partido Popular provocó el zafarrancho en la Plaza Sant Jaume. Algo tan insólito que ningún participante en la hazaña osa mencionarlo, menos aún describirlo. Estaba fuera de la norma establecida. El relato para uso de colegiales -se incluye desde el parvulario- establece que los “populares” no son un partido de Cataluña sino una excrecencia foránea que en las ocasiones que amenaza al cuerpo social de la catalanidad institucional debe ser omitido. Fue el caso de Vidal Quadras en el Parlament y el del resistente Albiol en Badalona. Sajar el absceso y hacer como si nunca hubiera existido; una anomalía sin consecuencias en la memoria colectiva. La operación quirúrgica de Vidal Quadras tuvo a José María Aznar como anestesista y la de Albiol fracasó por voluntad ciudadana tras reiterados intentos de barrerle con la nada abnegada colaboración de la inteligencia local, acaudillada por una pareja siempre feliz de reencontrarse, Pilar Rahola y Enric Juliana, ex badalonenses emancipados. Sin su insistente colaboración, el Albiol “come niños” no hubiera alcanzado su reciente mayoría absolutísima.
Sin los cuatro concejales del PP de Barcelona el socialista Collboni no sería alcalde y los Comunes irredentos no cobrarían sus minutas de funcionarios asesores, o asesores funcionarios. Curioso que los diarios en papel, los otros Boletines Oficiales del Establishmen, no destaquen la relación casi doméstica entre tantos altos cargos -Asesores Categoría 2 y 3- formada por maridos, esposas, parejas de hecho o de barbecho, parientes-. Un centenar de empleados-asesores que se sufragan con casi un millón y medio de euros al año. En ocasiones se puede respirar aromas de Palermo o Nápoles sin necesidad de viajar.
A Junts (Trías) y a Esquerra Republicana (Maragall) se les ha ido la joya de la corona que ya tenían apalabrada. Era el símbolo de un poder declinante, pero potente aún, sumido en la recuperación del tiempo perdido. La jactancia sobre la inmarcesible sociedad civil de Cataluña se reduce a una falacia construida, como tantas otras, sobre la pluma de empleados a sueldo; de ahí su inconsistencia. A Jordi Pujol debe Barcelona y el Principado entero, sin excluir Andorra por supuesto, el haber construido una supuesta sociedad civil sobre las vigas maestras de una sociedad subalterna, dependiente del Estado fallido de la Generalitat para robar y lucrarse. Lluis Prenafeta, el mediador, y el Palau de la Música, fueron como panales de rica miel que engolosinaron a esas empoderadas familias que constituían la corrupta sociedad incivil que pagaba sus mordidas del 3%. Aunque sea improbable, confío que Jordi Amat, conocedor de primera mano del paño y hoy portavoz del equilibrio mediático, nos desgranará un día su experiencia en ese territorio nada virgen pero aún por oxigenar.
La situación es crítica pero no desesperada. Aún quedan las Diputaciones para hacer patriotismo. Es verdad que las Diputaciones de Cataluña podrían devenir en los EREs del Principado. Para ilustración de los ajenos a las identidades sentidas, habría que empezar señalando que la de Barcelona, la más munificente con mucho, está dirigida al menos hasta hoy, sábado, por dos partidos que los bisoños creerían muy alejados pero que se acercan mucho en los momentos trascendentales del reparto, los socialistas del PSC y los pospujolistas de Junts. Manejan algo más de 1.200 millones de euros al año y lo vienen haciendo de longa data.
Por razones muy diferentes, unos porque conservaban lo que no habían soñado mantener y los otros porque cerraban la puerta al independentismo bajo en calorías que representaba los dos viejos entre gañanes
Cuando los concejales electos entraron el pasado sábado en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Barcelona todos sabían cómo iba a terminar el espectáculo. Los socialistas de Collboni, sin esfuerzo alguno, estaban al tanto de que los Comunes y el PP le sumarían los votos. Por razones muy diferentes, unos porque conservaban lo que no habían soñado mantener y los otros porque cerraban la puerta al independentismo bajo en calorías que representaba los dos viejos entre gañanes. A saber qué vendrá después de las elecciones generales. Con 10 concejales no se puede gobernar una ciudad, pero hasta agosto quietos y simulando cómo hacen lo que no pueden llevar a cabo.
Uno entiende el cabreo de los ancianos que anhelaban retirarse con derecho a dar nombre a una plaza dura, de esas que no tienen césped. Al final han de asumir que lo único que les espera con hierba es un cementerio. En confianza, ninguno de los dos merece mayor homenaje. Incluso podrán poner en su lápida un justo emblema, válido para ambos: “que us bombín”. Algo bastante fino para la ocasión y que cabría traducir al castellano viejuno de los abuelos frustrados: ¡Váyanse a hacer gárgaras!