Es más, el separatismo participó en la elaboración de la propia Constitución Española de la mano de Miquel Roca, uno de los «pater patriae», que estuvo de cuerpo presente en el Parador de Gredos. Y todo ello ha sido asumido, por lo menos así se expresó una y cien veces en la propaganda setentayochista, como algo que forma parte de la “normalidad democrática”.
Y es que, en efecto, si se da por bueno que el separatismo puede participar de la arquitectura del Estado, como de hecho lo hace, ¿por qué poner límites a su participación en cualquier ámbito del estado, incluyendo el Centro Nacional de Inteligencia? La que debe ser, por cierto, lo único que queda de “nacional” en las instituciones del Estado.
Si se ha transigido con que la sedición separatista y el Estado pueden compartir instituciones y sedes en los distintos organismos del estado, ¿por qué no aquellos dedicados al espionaje y los servicios secretos? ¿Con qué argumentos negarlos?
Con la falsa excusa de que España, por su despotismo histórico secular, les debe algo a los pueblos que la componen, se ha creado el Estado autonómico. La Constitución del 78 opera así una suerte de damnificación sobre esos pueblos agraviados por la acción histórica de España, y ahora se busca devolverles una identidad que, por lo visto, se les había hurtado.
De esta manera, la norma constitucional, que debiera ser inequívoca en su forma (para su posterior interpretación técnica jurídica), queda expuesta a la incertidumbre de la interpretación histórica de dichos agravios. La historiografía se convierte en una suerte de cuaderno de quejas en el que cada región ve sus derechos vulnerados y, ahora, con la democratísima Constitución del 78, tienen que ser compensados, restaurados.
Se quiso hacer de la noción de autonomía una entidad meramente administrativa, con pretensiones de neutralidad, cuando no lo es en absoluto. Ni puede serlo. Es una noción ideológica, disolvente, metida en el seno de la administración del Estado. Una que, se supone, se introdujo para tratar de devolver a las regiones una dignidad nacional que nunca han tenido. El autonomismo constitucional quiso ser, seguramente, una vacuna o un remedio para neutralizar “esta sarna de resentimientos lugareños que nos corroe”, por decirlo con Unamuno. Pero que, muy lejos de ello, lo que hizo fue más bien precipitar la enfermedad.
Porque no es posible componer el Estado con la sedición separatista, que sería algo así como hacerse trampas al solitario, o como meter al zorro a cuidar a las gallinas. Esta es la (imposible) virguería de la Transición: tratar de incorporar ese resentimiento lugareño en el cuerpo político español como si nada y, claro, el engaño salta a la vista en algunos contextos, como son los que afectan a los secretos de Estado.
De hecho, la infiltración por este sumidero autonómico de las facciones nacional-separatistas en las instituciones españolas, que yo he comparado muchas veces con la infiltración del parásito neumónido en su víctima, ha permitido a los representantes de dichas facciones establecer una suerte de entramado institucional, cuasinacional, con sus magistraturas y cargos, con sus presupuestos y hacienda, con sus satélites y dependencias cuya actividad durante los últimos años se ha desarrollado con un claro objetivo: la fragmentación de España.
Por su parte, aquellas autonomías que no han sido administradas directamente por miembros de dichas facciones han desarrollado igualmente, por mímesis y quizás con la buena intención de neutralizar sus efectos, un entramado parecido. El famoso “café para todos” que quería evitar Pujol, lejos de solventar el problema, lo que ha hecho es profundizar aún más en él.
Si es absurdo que el separatismo esté en instituciones muy sensibles para la seguridad del Estado, como han señalado desde PP, Vox y Ciudadanos), lo será igualmente que esté en cualquiera de las instituciones. Porque sus efectos disolventes, fragmentarios, actúan en todo el entramado arquitectónico del Estado.
Una vez más: o Estado o sedición; o César o nada. Ambas cosas a la vez son imposibles.