ABC 04/08/13
JUAN CARLOS GIRAUTA
Fuera quedan los que se contentarían con un pacto fiscal Lo que nunca se borra es la idea de la nación sometida que fue libre
Las páginas de ciencia me han abierto los ojos, empiezo a comprender cuál podría ser el detonante del desbocamiento nacionalista. De acuerdo con un reciente estudio, el 20 por ciento de los adolescentes oyen permanentemente un zumbido. La causa de la molestia, que imagino enloquecedora, es la música alta. Es posible que en torno a un 20 por ciento de los catalanes salten de la escuela a la Universidad, al mundo laboral o al paro con una seria distorsión sensorial. Fuera quedan los meros avaros del soberanismo —que se contentarían con un pacto fiscal porque no experimentan la tortura perenne en sus oídos— y los impostores que inventaron al català emprenyat, capaces de modular su cabreo de acuerdo con las variables de la subvención y de la promoción personal. El zumbido es un malestar identitario que se mete en el sueño y en la vigilia condiciona la conducta; ha sido inducido por los brutales altavoces que, en el aula, amplifican, magnifican distorsionan gravemente cada asignatura y, si me apuran, cada «segmento de ocio». Quienes hayan sufrido maestros con afición a la ingeniería social saben que todo conocimiento se aprovecha, y hasta las matemáticas pueden tener ideología. Nadie se extrañe: Millás y Forges lo demostraron con creces en su obra «Números pares, impares e idiotas», donde los números árabes viajaron «por falta de medios, apiñados en pequeñas embarcaciones llamadas pateras» y tuvieron que «huir de los números romanos que les llamaban extranjeros o moros, despectivamente, y les perseguían con leyes y palos». Si a este extremo de tontería retorcida, o de retorcimiento tonto, se puede llegar con los asépticos números, ¿qué no hará una tropa docente evangelizadora de la nación catalana con materias como la historia? ¿Qué no hará con la lengua desde su herderiana fe en el espíritu del pueblo?
El zumbido tiene un volumen inalterable para el afectado, que sólo será capaz de obviarlo ocasionalmente a base de incorporar más ruido a su percepción. El zumbido tiene un tono no menos fijo, una nota incesante; el sujeto busca instintivamente la calma frecuentando los tonos armónicos con su zumbido, y escapando de cualquier input inarmónico. Puesto en la tesitura de aguantar acordes que chocan con su nota —como, por ejemplo, argumentos contrarios—, un comprensible enfado acaba superando al sufridor. De resultas de lo cual, el sujeto se ve incapaz de someterse a discusiones ordenadas y sistemáticas, y aun a breves contrastes de pareceres, y rompe por las bravas la interacción musical. Ante ellos cabe, callar y escuchar; en tal caso, la emisión nos recordará a una especie de gaita: dibujos melódicos más o menos diestros y sugerentes, sobre una nota continua, que es el zumbido y es el malestar que les metieron en la escuela.
Lo que nunca se borra es la idea poderosa de la pequeña nación sometida, la que un día fue grande, libre e independiente, la que ve su cultura reprimida, su lengua postergada, sus creaciones arrebatadas, su genio aplastado por una potencia arrogante y primitiva. Entiéndase que resulta imposible demostrar a ese 20 por ciento —cuota de Pareto, cuota casi mágica— la ausencia de sometimiento, la falta de precedentes de su «independencia» el fin —tiempo ha— de la represión cultural, la actual situación de diglosia a favor del catalán. El trastorno fue provocado por educadores con una agenda que debe cumplirse por encima de todo. Incluyendo la verdad.