Luis Ventoso-ABC

  • Vidas sin huella, a las que ahora se les niega hasta una cifra en los registros

En la primavera de 1966, Paul McCartney tenía solo 26 años. Era un ídolo planetario del pop. Admirado y con el bolsillo repleto, disfrutaba desde su cúspide del carrusel hedonista del Swinging London. Pero ese momento, se desmarca con una canción sobre la soledad y la muerte, la depresiva y extraordinaria «Eleanor Rigby», interpretada además por un octeto de cuerda (cuatro violines, dos violas y dos chelos), sin que los Beatles toquen una sola nota. La pieza fue el puente hacia la edad adulta del grupo de las fans y el «yeah, yeah, yeah». Sus versos contienen 205 palabras. Con la habitual capacidad de síntesis del gremio, un profesor universitario de York le ha dedicado un estudio académico de 29.000.

Otros sabios la comparan con el pesimismo minimalista de Samuel Beckett.

«Eleanor Rigby» ocupó durante cuatro semanas el número uno del pop británico. Hito singular para una canción que se limita a contar sinópticamente la muerte y entierro de una feligresa soltera y sola, acompañada por un gris sacerdote anglicano. McCartney ha contado que estaba al piano cuando le vino a los dedos una melodía y a su mente, una frase de arranque: «Miss Daisy Hawkings recoge en la iglesia el arroz de la boda». El nombre no le convencía y lo cambió. Según su versión, tomó Eleanor de una actriz que había trabajado con The Beatles y el Rigby, del rótulo de una tienda de vinos que había visto en Bristol: Rigby & Events. Ya con el nombre fluyó la historia, que contó en cuatro trazos. Eleanor limpia la Iglesia tras un boda. Por un juego metafórico, entendemos que no tiene a nadie en el mundo y que es una persona retraída y sin historia. El clérigo, el padre McKenzie, escribe por la noche «sermones que nadie escuchará» y zurce sus calcetines. Eleanor muere. Nadie acude. El padre McKenzie oficia solo el responso fúnebre y se aleja «limpiando sus manos de tierra». Un estribillo se va repitiendo: «Mira a toda esa gente solitaria. ¿De dónde vienen? ¿A dónde pertenecen?».

Como en un cuento gótico de misterio, en los años ochenta la historia de la canción dio un giro, al descubrirse en la Iglesia de San Pedro de Woolton, en un suburbio de Liverpool, la lápida de una Eleanor Rigby; y muy cerca, otra con el nombre McKenzei. A finales de los años cincuenta, cuando se acababan de conocer, Lennon y McCartney solían deambular por los jardines de ese cementerio. ¿Se habían quedado aquellos nombres alojados en el subconsciente de Paul? Hoy la tumba es una atracción del turismo beatlero y cuando en 2008 apareció el certificado de defunción de la verdadera Eleanor Rigby, muerta de un derrame cerebral con 44 años dos días antes del inicio de la II Guerra Mundial, se subastó por un pellizco.

Con esta epidemia se han repetido por toda España miles de despedidas frías, mecánicas y anónimas de personas totalmente solas. Vidas sin huella, olvidadas por todos, a las que ahora se les niega hasta una cifra en los registros sanitarios. Contabilizar bien a las víctimas es un modo de respetar su memoria. Ocultarlos para maquillar las estadísticas es una vileza. No son 29.747. Son más de 53.000 españoles muertos.