Miquel Giménez-Vozpópuli
¿Hasta cuándo aguantará la tela de araña constitucional y económica el peso de tantos elefantes con la que la estamos cargando?
La canción infantil parece hecha a propósito de España. “Un elefante se balanceaba en una tela de araña, y como vieron que resistía fueron a llamar a otro elefante”. Más ministerios, más burocracia, más amiguetes colocados, más paguitas, más gasto. Ni un recorte en nada, ni una quita de impuestos a los autónomos, ni una rebaja impositiva para activar empresas. Solo sobrecargar la tela de araña, que para eso es. La vicepresidenta Calvo, en inspirada genialidad, lo dijo: el dinero público no es de nadie. Y si se tiene que forzar la ley se retuerce la filástica y se cesan y nombran puestos delicadísimos en cualquier Estado de derecho con la misma alegría del que marca los números de la Primitiva. Para eso mandamos, dicen, entre risas, mientras contemplan el saldo de su cuenta corriente, cada mes más abultado.
Nuestro sistema es esa red, tejida con cuidado e inteligencia, capaz de soportar todo el peso que se le quiera poner encima. Nunca se ha roto. Nunca ha cedido, ni en lo peores momentos. Por lo tanto, que se balanceen uno, dos, tres, cien elefantes en ella, da igual, que nada malo podrá suceder. O al menos eso transmiten a diario los oráculos engrasados para hacernos confundir churras con merinas y la tonelada de mezquindad con el gramo de la ilusión. Pero ellos saben que todo tiene un límite y que nuestro Gobierno, cementerio de paquidermos mediocres, está forzando hasta el límite esa sutil telaraña hecha de muchos hilos que hasta ahora se trababan con fuerza y solvencia.
Entre quienes se balancean existe algún proboscídeo que intuye que este balanceo no puede durar eternamente y ya anda mirando de reojo otros lugares a los que asirse. Tampoco quedan demasiados. La tela de araña cede cada día un poco más, atisbándose en ella desgarraduras, lo que resulta inevitable porque fue diseñada para cosas muy distintas. No son tiempos para flexibilidades ni para obrar como el junco, que se inclina en favor del viento, evitando así romperse. El viento de la política gubernamental se ha convertido en un furioso temporal, tan poderoso que amenaza con llevarse por delante lo hecho en esta etapa histórica denominada por los maledicentes régimen del setenta y ocho.
Aquí ya se ven brotes de violencia, como en Gerona o Zaragoza, que, tristemente, no serán nada comparados con los que padeceremos cuando los elefantes se precipiten hacia el suelo
Que el cada vez más provocativo y peligroso balanceo alarme a alguno de sus perpetradores es cosa lógica; no lo es tanto que quienes están debajo, amparados hasta ahora por la tela de araña constitucional, vivan tan tranquilos. Las cifras de personas sin empleo, de los que a estas alturas todavía no han cobrado el ERTE, de empresarios que cierran porque no tienen otro remedio, de industrias que se van, de inversores que no vienen, de los ahorros esfumados estos meses pasados, de la maltratadísima clase media convertida en los nuevos pobres sin acceso a las dádivas del comunismo gobernante, han disparado menos alarmas sociales que la noticia del tristemente fallecido ciudadano negro en los Estados Unidos.
Aquí ya se ven brotes de violencia, como en Gerona o Zaragoza, que, tristemente, no serán nada comparados con los que padeceremos cuando los elefantes se precipiten hacia el suelo, aplastando con su tonelaje de incompetencia a quienes pillen. Entre el elefante y la hormiga, ésta siempre tiene las de perder y el balanceo demagógico que a muchos les ha parecido hasta ahora algo gracioso y progresista puede destrozar el suelo real, ese que sostiene los árboles que aguantan las telarañas en las que nuestros elefantes se permiten el lujo de hacer cabriolas. Todos saldrán más o menos ilesos, que para eso tienen tonelaje suficiente, pero ni la tela de araña ni nosotros quedaremos indemnes del encontronazo. Costará años y sacrificio reconstruir lo destrozado por estos insensatos capaces en su audacia estúpida de desafiar incluso a la ley de la gravedad.
Por lo pronto, esa clase media que citábamos, que ya quedó herida de muerte en la anterior crisis, está a punto de desaparecer. Justamente el cojín social que impide en cualquier sistema democrático que el totalitarismo se instale. Porque a los integristas lo que les gusta son las sociedades divididas entre ricos y pobres, los que cobran del todopoderoso estado y los que no, los funcionarios del partido-nación y el resto. Blanco y negro y ningún espacio para el gris del matiz.
Vigilen el balanceo, que puede terminar en hecatombe.