LA VIDA moderna es una concatenación de paradojas. El sábado, nuestros Reyes eméritos representaban a la Corona a los funerales por Helmut Kohl en Estrasburgo. Don Juan Carlos representó a España en el hemiciclo del Parlamento europeo, cuando tres días antes no había podido representarse a sí mismo en el del Congreso. Qué paradoja. El funeral de Kohl, con la interpretación de la Oda a la alegría, que es el himno de la UE, era una gozosa exaltación del europeísmo, mientras en Madrid, una manifestación que debería haber sido gozosa parecía un oficio de difuntos.
El pobre Pedro tendrá una paradoja añadida: «¿Por qué está Felipe tan emocionado en el funeral de un representante de la derecha?» Seguramente esto ratificará a la gran Adriana Lastra en su impresión de que Kohl era socialdemócrata.
Hubo dos errores en la fiesta fría del Congreso: el de la Casa Real, que se olvidó del protagonista ¡y de los donuts! y el del propio Rey emérito por llorar su disgusto a los periodistas. Alguien tendría que haberle soltado la filípica de Marlon Brando a su ahijado Jimmy Fontane en El Padrino.
No tengo elementos para suscribir ninguna de las teorías que se han oído y todas se me antojan algo insustanciales: ¿Fue por el ansia viva de los Reyes de heredar ya el legado de la Transición? No me consta, pudo ser torpeza simple que atascó a la Casa del Rey en el fetichismo insuperable del protocolo. Hay otro argumento que mezcla la moralina con la memoria histórica, al defender un castigo retroactivo por el final de su reinado, entiéndase Corina, el elefante y los negocios de su yerno. ¿Es Espinar Jr. culpable de la tarjeta black con la que papá aireaba nuestro dinero? Evidentemente, no. Y si nadie puede asignar culpabilidades por vía consanguínea directa, ¿cómo podría hacerlo por vía colateral, y además ascendente? En la biografía de Don Juan Carlos pesa más la caza del Elefante Blanco que la del elefante de Botsuana. Y sobre lo de Corina no voy a opinar por dos razones: la primera, falta de espacio. La segunda, que yo no soy Doña Sofía.
La Revolución de Octubre inventó el photoshop para borrar a Trotsky de las fotos y de la épica revolucionaria. No parece razonable que el Reino de España incurra en la misma manipulación. He oído, incluso a gentes de buen sentido, un tercer argumento. Mejor así para no facilitar a Podemos un pretexto para la barrila. Nada permite suponer que la bancada podemita iba a traspasar el nivel de la performance que ya ejecutó el miércoles con sus clavelitos.
Por otra parte, «la raza degenera» como decía Pepe Isbert en El verdugo. Yo recuerdo al Rey de España en plenitud, aquel 4 de febrero de 1981, durante su visita al territorio indómito de los vascones, en la Casa de Juntas de Guernica, núcleo intangible de la foralidad. Los junteros de Herri Batasuna empezaron a cantar Eusko Gudariak con el puño en alto. El Rey sacó de su bolsillo el papel en el que tenía escrito su discurso: «La Reina y yo, etc.» mientras movía la otra mano, palma arriba, en petición de un tono más alto. Los berrocis, embrión de la Policía autonómica vasca, entraron y sacaron a los batasunos, uno a uno, a rastras cuando fue preciso. Y el acto siguió tal como estaba programado.
La raza ha degenerado mucho, pero mucho. Nadie se arrugó en los tiempos duros ante aquellos tipos, los cuñaos del terrorismo cuyos allegados habían asesinado durante el año anterior a 98 personas. ¿Se pueden acojonar ahora ante chiquilicuatros como Iglesias, Krupskaia y el zangolotino Errejón? ¿Por un escrache en la Complu? ¿Estamos de broma?