Jon Juaristi-ABC
El Gobierno de Sánchez tiene la obligación de probar que puede hacer algo más que ideología
Para cuando se publique esta columna llevarán casi un día en vigor las medidas que adopte el Gobierno para la gestión de la crisis sanitaria bajo el estado de emergencia que ha decretado hace unas horas, cuando empiezo a escribirla. Será aún muy pronto para valorar su eficacia, pero sobra decir que no me alegraría que terminaran fracasando.
De momento, creo que es justo reconocer que, pese a todo, el sistema autonómico sirve para algo importante. Sirve, por ejemplo, para que el poder no se concentre en un Gobierno central ocupado por una banda de desaprensivos, de delincuentes o de nulidades, o de un poco de cada categoría. Sirve para tomar iniciativas desde la periferia frente a la inanidad o a la parálisis del centro, entendiendo la periferia no en un sentido espacial, sino político. Es decir, como poder descentralizado que subsiste cuando el centro cae. El modelo probó ya su eficacia en la guerra contra Napoleón, cuando casi un siglo de centralismo borbónico había desmantelado los cuerpos intermedios. Los españoles reconstruyeron la nación política a partir de la periferia (porque lo que hasta entonces había sido el centro político y geográfico de España se hallaba tomado por el enemigo).
No es mi intención proponer un símil absoluto entre aquella situación y la presente, pero imaginemos lo que habría sucedido ante una crisis como la actual en un estado centralista y con el Gobierno que tenemos (iba a decir con el gobierno con que contamos, pero no está la cosa como para ponerse demasiado irónico). Qué horror, ¿verdad? Gracias a lo que queda del «régimen del 78» se ha comenzado a combatir la pandemia desde los gobiernos autónomos, de modo mejor o peor. Mejor, sin duda, desde la Comunidad Autónoma de Madrid que desde la de Cataluña, cuyo Gobierno regional debería explicar cuáles son los criterios epidemiológicos que han aconsejado decretar ese curioso «confinamiento territorial» que, no es por molestar, pero me suena a una versión más oportunista que oportuna de la declaración unilateral de independencia. Por cierto, Torra esperó el anuncio oficial del estado de emergencia nacional para colar su decreto.
Pero ahora corresponde al Gobierno de Sánchez el deber de probar que es capaz de hacer algo más que propaganda ideológica. Nada invita a confiar en ello, pero ha recibido el apoyo expreso de la oposición, y eso le da un margen, aunque muy pequeño, para intentar algo distinto. Ahora bien, ya se ha terminado el tiempo de las buenas intenciones. Cuando arrancaron las negociaciones del «proceso de paz» entre el Gobierno de Rodríguez Zapatero y ETA, el entonces ministro José Blanco, curándose en salud, dijo aquello de que, si fracasaran, por lo menos lo habrían intentado. Eso no le va a servir al Gobierno de Sánchez. Si fracasa en esto, nadie se lo va a perdonar.
Es evidente que el déficit de confianza en Sánchez y sus ministros y equipos de crisis y científicos y demás está en niveles mucho más bajos que los bursátiles, incluso entre su propia gente. Lo demostró un curioso lapsus de Carlos Franganillo en TVE1, durante el telediario de la noche del viernes, cuando se refirió a Pablo Casado como «el líder del gobierno» antes de rectificar apresuradamente con un «perdón, el líder de la oposición». Ese mismo telediario se abría con imágenes del último consejo presencial de ministros. En primer plano, a la derecha de la cámara, aparecía Manuel Castells (ministro de Universidades) tocándose -literalmente- las narices. Una buena sinécdoque para lo que ha sido la labor de todo el Gobierno de Sánchez hasta ahora. Recemos a santa Rita de s para que se ponga a trabajar.