Atardecer lluvioso en Chartres, valle del Loira, primera quincena de agosto. Frío en la calle y temblor asombrado ante la envergadura de una catedral que se convertiría en canon del arte gótico a lo largo y ancho del continente europeo. La lluvia golpea la ennegrecida fachada sur, que sigue reclamando una limpieza integral, y se hace piedra ante la maestría de los canteros que dieron forma al fantástico, inigualable pórtico norte, o los artesanos del vidrio que dieron luz a las mejores vidrieras del siglo XIII con su famoso «azul de Chartres». En su camino hacia esta icónica catedral adonde hoy, como todos los domingos de Ramos, peregrinarán miles de católicos franceses, el viajero ha pasado por lugares tan emblemáticos como Chambord o Tours, ha pisado catedrales, castillos, palacios, ha cruzado ríos profundos y bosques cerrados, toda la exhibición de riqueza que ofrece un país con el que la madre naturaleza fue pródiga en exceso, hasta tal punto generosa que, según una broma tan extendida como vieja, los dioses se vieron en la obligación de llenarlo de franceses para compensar.
Los 67 millones de habitantes del país vecino están hoy llamados a las urnas para elegir presidente de la República. Un país rico, una potencia nuclear con un PIB que dobla al español, con empresas multinacionales, con presencia en la investigación tecnológica, con científicos, artistas y deportistas de renombre, con el aura que todo lo «francés» ha expandido por el mundo a lo largo de generaciones, pero que, tópicos al margen, se encuentra en una verdadera encrucijada de su historia, víctima de esa sociedad acomodaticia que se ha apoderado de tantos países occidentales, acostumbrada a disfrutar de las ventajas de un Estado del Bienestar que durante la pandemia ha llegado a dedicar el 65% –todo un récord mundial– del PIB a gasto público, que ha bajado los brazos, ha desertado de cualquier forma de sacrificio y se niega a aceptar las reformas que le permitirían responder a los desafíos del siglo XXI.
Francia ha dejado de ser una gran potencia para convertirse en un país de segundo orden, muy lejos de esa Alemania con la que un París ensimismado en su «grandeur» ha pretendido competir por el liderazgo de la UE
Un crecimiento prácticamente nulo desde hace años y que desde la década de los setenta del siglo pasado no ha vuelto al pleno empleo. Una productividad estancada y una deuda pública que ha escalado hasta los 2,82 billones (1,4 billones la española) y que ha convertido a Francia en un país que ha perdido su autonomía y hasta cierto punto su independencia puesto que depende, como España, de la «caridad» de un BCE que lleva tiempo comprando toda la deuda neta que emite, en un proceso a punto de expirar y que anuncia la posibilidad de una crisis de deuda inapelable en cuanto el tesoro galo, como el español, se vea en la tesitura de tener que salir a financiarse en el mercado. En realidad, Francia ha dejado de ser una gran potencia para convertirse en un país de segundo orden, muy lejos de esa Alemania con la que un París ensimismado en su «grandeur» ha pretendido competir por el liderazgo de la UE. La crisis del Covid no ha hecho sino confirmar el descuelgue de Francia de los países frugales, ricos, serios, devotos del santo temor al déficit, para incrustarlo de lleno en el llamado «Club Med», los países ribereños del Mediterráneo con deudas públicas insostenibles en el medio largo plazo.
La sociedad gala es al mismo tiempo beneficiaria y víctima de un Estado elefantiásico, un Leviatán tan pesado como inmanejable que una mayoría se niega a reformar. Un Estado sobre el que cada día nuevos colectivos con vocación extractiva, y a menudo con la violencia por bandera, se cuelgan de sus faldas benefactoras con demandas ante las que el político en ejercicio, el Macron de turno, termina claudicando con la firma del correspondiente «cheque», algo que no hace sino engordar la deuda y multiplicar las dificultades del país para salir del hoyo. Los cimientos de la nación francesa están hoy muy dañados por el colectivismo, el odio de clases y el auge de la violencia, muy a menudo de carácter étnico. Los intentos de reforma se saldan con movimientos tan polémicos como el de los «chalecos amarillos» y desde luego con la claudicación de la «autoridad». El resultado es que cada nueva gran crisis -la financiera de 2008, la de los chalecos amarillos, la posterior y más reciente del Covid-, se salda con Francia bajando un nuevo peldaño en la escalera de las grandes potencias.
Algunas certidumbres en apariencia sólidamente ancladas en el inconsciente colectivo del francés medio han saltado por los aires con la pandemia, tal que la de contar con uno de los mejores -desde luego de los más caros- sistemas de salud del mundo; o la de disponer de tecnología suficiente como para lanzar su propia vacuna antiCovid, o la de disfrutar de un Estado capaz de proteger a la nación ante cualquier desafío, o, en fin, la de compartir el liderazgo de la UE con esa gran potencia que es hoy la Alemania reunificada. A resultas de lo cual y como en tantos países de la Unión, desde luego en España, una ola de desconfianza en las instituciones se ha instalado en el corazón de esa nación llamada hoy a las urnas, en las instituciones y en una clase política que sigue tratando a los ciudadanos como menores de edad, a los que hay que atiborrar de propaganda para que vuelvan al correcto sendero por el que nosotros, las elites parisinas educadas en la «Grande École», queremos que mansamente caminen. Una Francia a punto de perder el control de su destino, con una población envejecida -como la española-, un crecimiento raquítico -como el español-, un desempleo estructural -ídem de lienzo-, unas pensiones que solo puede pagar endeudándose –como en España-, y una deuda pública fuera de control, también como la española. El futuro convertido en una gran incógnita.
Desaparecidos los dos grandes partidos -la derecha gaullista y el partido socialista- que dieron vida a la V República, de enfrentarse a panorama tan desalentador se encargó a partir de 2017 Emmanuel Macron, un político sin partido que guarda algunas curiosas similitudes -desde luego su desparpajo y su capacidad para reinventarse- con nuestro Pedro Sánchez, aunque entre el exejecutivo de banca Rothschild y el jeta que plagió su tesis doctoral medie el mismo parecido que entre un huevo y una castaña. Las grandes reformas prometidas se han quedado a medio camino, cuando no han sido postergadas. El desempeño con el empleo ha sido una de las sorpresas agradables de su mandato. La inflación, otra. Con una tasa del 4,5% en marzo, una de las más bajas del mundo desarrollado, muy por debajo del 6,2% de Reino Unido, el 7,3% de Alemania, el 9,8% de España y el 11,9% de Holanda, la decisión tomada en 2021 de topar los beneficios de las empresas energéticas galas, en su mayoría estatales, ha resultado un éxito que ha beneficiado a los consumidores y ha relanzado su candidatura a la reelección, aspiración favorecida también por el protagonismo alcanzado con su papel de mediador ante Putin tras la agresión rusa a Ucrania.
Emmanuel ha dejado de lado la retórica habitual de sus brillantes discursos para lanzarse a degüello contra su oponente bajo el argumento, tan poco sofisticado, tan familiar a oídos españoles, de la «extrema derecha»
En las últimas semanas, sin embargo, las encuestas vienen mostrando una caída de las acciones de Macron en la bolsa de valores electoral, mientras suben como la espuma las de Marine Le Pen. De modo que Emmanuel ha dejado de lado la retórica habitual de sus brillantes discursos para lanzarse a degüello contra su oponente bajo el argumento, tan poco sofisticado, tan familiar a oídos españoles, de la «extrema derecha», un escenario insospechado a primeros de año, cuando el enemigo a batir era Eric Zemmour. El problema es que el propio Macron se ha comportado no pocas veces estos años de manera tan autoritaria, despótica incluso, ha utilizado la mano dura con tanta frecuencia y no solo con los chalecos amarillos, que es poco probable que los intentos de meter miedo con el avance de la «extrema derecha» no logren impresionar en demasía a esos millones de antiguos votantes socialistas que ahora prefieren hacerlo por la derechista Le Pen.
De cara a la segunda vuelta, donde muy probablemente competirá con Le Pen, Macron volverá a prometer hincarle el diente a las grandes reformas pendientes: poner coto a la inmigración ilegal; recuperar el control de distritos enteros donde no rigen los valores republicanos; volver a un crecimiento robusto hoy olvidado; abordar la reforma radical del Estado Leviatán, reduciendo el número de sus funcionarios; seguir siendo una potencia militar mediante las oportunas inversiones; contener la explosión de la deuda pública; mejorar la eficacia de la sanidad sin necesidad de volcar en ella más y más recursos; devolver a Francia aquel sistema educativo («El proyecto de educación, que está en el corazón de mi proyecto para sacar adelante al país, será una prioridad y debe poder iniciarse inmediatamente después de las elecciones», toda una declaración de principios que marca la frontera entre un político de calado y un desvergonzado charlatán de feria como Sánchez, capaz de reducir a escombros el sistema educativo español) que la hizo famosa, y todo lo demás. Celebrada la segunda vuelta y una vez elegido, las aguas volverían al cauce de los elegantes discursos huecos que han caracterizado su primer quinquenio. Hace ya mucho tiempo que Edmund Burke escribió que «un Estado que no dispone de los medios para su reforma, no dispone de los medios para su supervivencia».
Al final, todo se reduce a una cuestión doctrinal. Ideológica si se quiere. Él mismo acaba de describir (entrevista en Le Figaró este 6 de abril) la esencia del macronismo como el intento de «reagrupamiento de la socialdemocracia, la ecología del progreso que rechaza el decrecimiento, el centro político, los radicales, la derecha orleanista y parte de la derecha liberal y bonapartista». Acabáramos. La socialdemocracia. La verdadera ideología que, unas veces gestionada por la derecha, otras por la izquierda, ha dominado Europa desde el final de la II Guerra Mundial, pero que se ha demostrado ya como una herramienta inservible para dar respuesta a las demandas de crecimiento y progreso que reclaman las nuevas generaciones de europeos. Millones de franceses lo saben, razón de más para que sigan apostando por darle hilo a la cometa de un Estado benefactor llamado a colapsar más pronto que tarde. Hasta que el cuero aguante. Pero muy probablemente también lo sabe la ola creciente de votantes de esa «extrema derecha» que cada vez mete menos miedo en el cuerpo a la gente. Enmanuel tiene un problema con Marine.