IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La entrega de armas a Ucrania es la única posibilidad de conducir el conflicto a un equilibrio que abra la vía diplomática

ESTÁ atascado y lo sabe. El discurso amenazante de Putin y su decisión de suspender el desarme de bombas nucleares revelan la frustración por el fracaso del ataque. No sólo Ucrania ha resistido sino que la opinión pública occidental sigue mostrándose en su mayoría favorable a aguantar el chantaje. Las economías europeas han soportado mal que bien durante dos inviernos los problemas de suministro energético y han evitado la recesión pese al reflujo del crecimiento. La propaganda y la intoxicación digital están perdiendo efecto. El plan de invasión rápida se ha estancado en medio de una sangría de recursos materiales y humanos y la sociedad rusa empieza a cansarse de la continua movilización de remplazos. Los países de la OTAN y la UE, lejos de desarticular su unidad, han reforzado sus lazos mientras Polonia y Chequia se descuelgan poco a poco del grupo de Visegrado. El avance relámpago se ha empantanado. A medida que el conflicto se alarga parece que es el agresor quien más acusa el cansancio.

En Europa hay vacilaciones lógicas, grietas, pulsos de influencia, contradicciones internas, pero hasta el momento no han surgido –salvo en Alemania, y no con demasiada fuerza– movimientos sociales de significativos de oposición a la guerra. Ésa, la de la deflación moral, era una de las premisas con que Rusia contaba como base estratégica. Esperaba ver ciudades llenas de manifestaciones de protesta y se ha encontrado a Zelensky recibido como un héroe, aclamado por su entereza, convertido en símbolo de bravura épica. La entrega de armamento sólo es cuestionada por algunos partidos de ideas extremas; la han aceptado hasta los ‘verdes’ germanos, pacifistas por naturaleza. Y Biden ha encontrado una bandera con la que asentar, o resucitar más bien, su débil liderazgo; ahora es el motor indiscutible del eje atlántico y tiene de su parte al poderoso conglomerado industrial americano.

Con todo, resulta ilusorio pensar que vaya a ganar Ucrania. Y no es desdeñable el riesgo de que Putin reaccione con el impulso –¿atómico?– de una fiera acorralada. El objetivo de las potencias democráticas es el empate infinito, el anquilosamiento del combate en un marasmo sin ventajas donde ambas partes encuentren margen para firmar unas tablas. Ésa es la finalidad última del suministro de armas: no tanto ayudar a Zelensky a vencer como a lograr una posición igualitaria que pueda abrir paso a la negociación diplomática. El coste será sin duda una guerra todavía más larga, pero hoy por hoy constituye la única salida pragmática, o verosímil, a esta matanza. Claro que eso implica para los europeos contemplar la posibilidad de complicaciones y acaso peligros cuya existencia aún no hemos asumido. Ahí reside la importancia –y el peligro– del desafío para unas sociedades desacostumbradas a los sacrificios y para una clase dirigente de escaso nervio prescriptivo.