GABRIEL ALBIAC, ABC – 12/03/15
· Aún hoy, al recordar las palabras de Rubalcaba, siento la acidez del vómito: nunca he visto exhibir el mal moral en una forma tan pura.
Hay puntos en que la vida se vuelca. Y nada vuelve ya a tener sentido. En cada 11 de marzo tengo esta misma certeza de que esa fue la fecha que cerró el poco horizonte moral que quedaba aún abierto ante este pobre país, que temió siempre ser libre y pagar lo que ser libre exige.
Todo fue extraño en torno a la tragedia de esa fecha. Todo sigue empantanado, once años más tarde, en el mismo pacto de olvido que se selló en las 72 horas que siguieron al crimen. Y quien más y quien menos, cada uno de nosotros va tirando con la certeza a cuestas de no saber lo que en realidad pasó. Con la certeza, aún más dura, de que moriremos sin llegar a saberlo.
Fue extraño el atentado. Técnicamente. En nada equiparable a la liturgia que regula los ataques yihadistas. En Nueva York primero, luego en Bali y –después de Madrid– en Londres, el rito sacrificial fue consumado por soldados de Alá que, conforme a su jerga, se inmolaban llevándose por delante al mayor número posible de infieles. «Morían y mataban». Como dice el Corán que debe hacerlo un musulmán bueno. Aquí sólo mataban. Cuidando con esmero no sufrir ni un arañazo en las explosiones.
Fue extraño el modo en que, localizados por las Fuerzas de Seguridad todos los verosímiles ejecutores del atentado y teniendo ya al alcance de la mano una captura que habría proporcionado datos preciosos para la seguridad nacional y para la lucha mundial contra el islamismo, se operase con la increíble ineficiencia –¿ineficiencia?– que acabó en la voladura de aquella extraña banda de harapientos camellos, minúsculos chorizos y sórdidos confidentes policiales, junto al edificio entero en el cual estaban rodeados. Uno hubo, incluso, que escapó corriendo. Testimonios y pruebas quedaron reducidos a polvo de derrumbe.
Fue extraño, sobre todo, lo que vino luego. Allá donde han golpeado, los atentados yihadistas soldaron una fuerte unidad en la nación agredida. Así fue en Nueva York, así fue en Londres. Años más tarde, pude palpar de cerca hasta qué punto esa soldadura fue impecable en el París de luego de Char
lieHebdo. Aquí, a las pocas horas del asesinato en masa, los líderes más rancios de la oposición socialista comenzaron a cargar las culpas sobre el Gobierno de España. Y a poco menos que justificar la piadosa respuesta del islam frente a la perversa complicidad española con el imperialismo, el sionismo y todos los diablos del averno. Aún hoy, al recordar las palabras de Rubalcaba, siento la acidez del vómito: nunca he visto exhibir el mal moral en una forma tan pura.
Tuvo éxito. Cuarenta y ocho horas después, las elecciones generales. Extrañamente, nadie ejerció la sensatez básica de aplazarlas: no se acude a las urnas en medio de una emergencia nacional; al menos, no se hace en ningún país civilizado. Sucedió lo que tantos temíamos. Una ciudadanía desnortada votó rendirse. La hipótesis Rubalcaba se impuso como una apisonadora: «¡Ha sido Aznar!», gritaban los bárbaros, que ni siquiera eran conscientes del suicidio al cual se encarrilaban ellos mismos. Lo peor estaba en puertas. Y llegó Zapatero. Y todo fue irreversible. Los casi ocho años de lo que es muy bondadoso llamar gobierno suyo reventaron para decenios esta pobre tierra. Acabó Zapatero. Pero nadie quiere recordar. Menos aún, saber. Duele. Demasiado.
Los de mi edad no verán curarse esa herida. Que nos pudre. Sabemos que todo quedará en noche y niebla. Ese fue el punto en el cual nuestras vidas se cerraron. Sin épica. Y fuimos zombis. Lo que somos.
GABRIEL ALBIAC, ABC – 12/03/15