José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Ante los errores de Rajoy y de Sánchez, se reivindica el discurso de Felipe VI el 3 de octubre de 2017 y la reacción que provocó con el gran acto de afirmación constitucional en Barcelona, multitudinario y transversal
Las penalidades políticas –y hasta éticas– por las que atraviesa Pedro Sánchez a propósito de los posibles indultos a los líderes sediciosos catalanes no son sino el resultado de unas decisiones anteriores desprovistas de cualquier cálculo de resultados. El acuerdo de investidura entre Sánchez y ERC (enero de 2020), secundado y apadrinado por Pablo Iglesias, está en el origen de esta controversia. Constituir una ‘mesa de diálogo’ sin ningún tipo de límites ni reglas para discutir, y eventualmente resolver, el ‘conflicto político’ catalán fue un despropósito. Otra cosa hubiese sido si, de forma expresa, el acuerdo hubiese contemplado el contexto en el que se debía producir la discusión: la Constitución y el Estatuto de Autonomía como máximas expresiones jerárquicas del ordenamiento jurídico.
Debieron acotarse también las cuestiones a debatir partiendo de la base de que los separatistas –sin necesidad de que dejasen de serlo– se atendrían lealmente a la legalidad, reconocerían la legitimidad del Estado y acatarían las decisiones de los tribunales. Al no hacerlo, Pedro Sánchez se convirtió en rehén de una pésima transacción, pinzado por ERC, por una parte, y por Unidas Podemos, por otra. El resultado está aquí: su estancia en la Moncloa depende de que conceda los indultos que no servirán, en absoluto, para disuadir a los independentistas de la amnistía y, simultáneamente, de la reclamación de la autodeterminación, aunque lograrían el propósito verdadero: el ‘autoindulto’ de Sánchez y su continuidad en la Moncloa.
Rectificó Sánchez, para mal, tras el fracaso de las de noviembre de ese año y ha llegado a su punto ciego: está encarcelado en sus contradicciones entre las que hay que subrayar su afirmación de que la sentencia del Supremo sería cumplida íntegramente. Su veleidad no le da derecho, sin embargo, a arrastrar a la sociedad y al Estado, como estructura constitucional bajo el imperio de la ley, a un proceso de deterioro corrosivo de los principios establecidos en la Carta Magna. El presidente propone un apaciguamiento de los secesionistas pero no una solución política constitucional para Cataluña. Y los apaciguamientos han sido la antesala de las más graves derrotas políticas en la historia de España y de Europa.
En el otro extremo, Rajoy se confundió tanto como Sánchez, aunque de manera contraria, al considerar el proceso soberanista como una mera estrategia negociadora cuando en realidad suponía la subversión autonómica y constitucional de las elites políticas catalanas y, en parte también financieras y empresariales, para encubrir su ineficaz gestión del autogobierno, la rampante corrupción ‘pujolista’ y el despilfarro en una comunidad que en 1992 fue el paradigma del éxito económico, social, político, cultural: Barcelona se situó en el mapa mundial y España en su conjunto la apoyó.
El expresidente del PP, indolente y corto de visión política, cometió dos errores. Por una parte, dejar que se desarrollase sin obstáculo alguno la hegemonía política, social y cultural del separatismo en Cataluña mediante la sustitución de su clase dirigente o su reconversión de autonomista a independentista, permitiendo que se ofreciese a los catalanes una ‘utopía disponible’ –la independencia– y consintiendo que se atribuyera al obsceno ‘España nos roba’ la insolvencia gestora de los convergentes secundados por determinados sectores del entonces PSC, ahora adheridos a la causa de la autodeterminación.
Por otra parte, el segundo y fundamental error de Mariano Rajoy fue la demora, la procrastinación, en aplicar el 155 para evitar las peores consecuencias de la subversión: la comisión de los delitos de malversación, sedición y desobediencia que terminaron por perpetrarse. Por fin, Rajoy fracasó como gestor del Estado porque su incompetencia facilitó el referéndum ilegal del 1-O que se aseguró porfiadamente que no se celebraría y, antes, la transferencia de la responsabilidad de solucionar el grave problema de Cataluña a los tribunales de justicia y al Constitucional. Sánchez –en las antípodas de Rajoy– comete los mismos errores a la inversa que su predecesor y, así, entre ambos han coadyuvado a agravar la situación.
Quien lo tuvo claro fue el Rey. Ahí está su discurso del 3 de octubre de 2017, anterior a la declaración unilateral de independencia protagonizada por el huido Puigdemont (¿también será preventivamente indultado?), que debería servir de guion a cualquier estadista: todo es posible dentro de la Constitución –incluso su reforma– y nada fuera de ella. Y los poderes del Estado –así lo dijo Felipe VI– deben restablecer la legalidad cuando se vulnere. Él como rey constitucional y parlamentario cumplió con su deber constitucional al formular la advertencia y cumplirá siempre con sus obligaciones institucionales: firmará los decretos de indulto si es el caso porque ese –y la mayoría de los que le competen– son actos debidos, y atenerse a la Constitución lejos de ser un desdoro para Felipe VI fortalece el entero ordenamiento jurídico. Al Rey no le corresponde ni el control de oportunidad, que es gubernamental, ni el de legalidad, que es jurisdiccional. Así es la monarquía parlamentaria. Pero lo que dijo Felipe VI el 3 de octubre de 2017 y ha repetido en sus mensajes e intervenciones describe el armazón de una política para Cataluña en la que hay margen para el diálogo pero no para la arbitrariedad, ni para el apaciguamiento, ni para la adquisición de tiempo de permanencia en el poder a cambio de trasegar con valores intangibles del Estado de derecho. Aquel discurso del monarca desató el día 8 de octubre de 2017 el mayor acto multitudinario y transversal de afirmación constitucional en las calles de Barcelona desde el inicio del proceso soberanista. Es el momento de recordarlo y de reivindicarlo.