JUAN RAMÓN RALLO-EL CONFIDENCIAL

  • La tecnología más cara es la que establece el precio al que se remunera a todas las demás centrales eléctricas con independencia de sus costes. ¿Qué sentido tiene esto?
Cuando aumenta la demanda de electricidad (por ejemplo, en medio de un temporal de nieve), la factura eléctrica sube sustancialmente. La razón aparente de este fenómeno es que en el mercado eléctrico prevalece un estrafalario mecanismo de fijación de precios conocido como ‘sistema marginalista’: la tecnología más cara (verbigracia, el carbón) es la que establece el precio al que se remunera a todas las demás centrales eléctricas con independencia de cuáles sean sus costes de producción. Y como cuando la demanda de electricidad es muy alta han de entrar a generar centrales muy caras, entonces toda la factura sube de precio.

Así, por ejemplo, aunque el coste de generar un MWh en una central nuclear sea de 15 euros, si también generamos electricidad en una central de carbón a 70 euros, entonces a la nuclear también le remuneramos el MWh a 70 euros. El sentido común parece indicar que deberíamos pagar a cada central en función de sus costes y no a la central más barata según los costes de la central más cara. ¿Qué lógica tiene este extraño mecanismo de fijación de precios?

De entrada, comencemos aclarando que esta forma de fijar los precios —el sistema marginalista— es la que prevalece en prácticamente todos los mercados. El precio al que se vende cualquier mercancía viene marcado por el coste marginal del productor marginal: si necesitamos 10 unidades de un mismo producto, su precio (que será idéntico para las 10 unidades) lo determinará el coste de la décima: pues para inducir a que se venda la décima unidad, como poco habrá que cubrir sus costes. En el caso del mercado eléctrico, sucede lo mismo: todos los MWh se pagan al mismo precio aunque el coste de generación de cada uno de ellos sea distinto, y por tanto ese precio habrá de ser lo suficientemente alto como para remunerar al último productor menos eficiente que sea necesario para abastecer toda la demanda (si el precio del MWh no cubriera los costes de ese productor, no ofrecería electricidad y parte de la demanda quedaría insatisfecha).

La alternativa a que exista un único precio de mercado para todas las unidades de un mismo producto pasa por establecer una subasta y quedarnos con las ofertas más bajas (es lo que se conoce como sistema ‘pay-as-bid’): en particular, cada productor nos revela a qué precio está dispuesto a vender sus bienes y finalmente nos quedamos con el suministro de quienes los vendan más baratos. Imaginemos que hay 100 personas dispuestas a vender una determinada mercancía y que solo necesitamos 10 unidades de la misma, si cada una de las 100 personas nos comunica a qué precio quiere vender, finalmente adquiriremos a los 10 oferentes más baratos según el precio que cada uno de ellos nos haya comunicado. En el caso del mercado eléctrico, las diferentes centrales ofertarían los mWh al precio que consideren oportuno y luego nos quedaríamos con las centrales más baratas que sean suficientes como para cubrir la totalidad de la demanda. El sentido común parece indicar que el segundo sistema será más barato que el primero, pero eso no es necesariamente así.

En el sistema marginalista, cada vendedor tiene incentivos a no manipular sus costes de producción: como cada productor sabe que el precio que terminará percibiendo no depende del precio al que comunique que está dispuesto a vender, ningún oferente inflará los precios a los que vende (siempre que estemos en un mercado competitivo, claro). Volvamos al ejemplo anterior: supongamos que el coste del MWh de una central nuclear es de 15 euros y el precio de mercado termina estableciéndose EN 70 euros porque ese es el precio que demanda la última central que necesitamos que genere electricidad con la que abastecer toda la demanda: ¿qué incentivo puede tener la nuclear para declarar que el MWh le cuesta 30 euros? Ninguno: porque terminará cobrando lo mismo —70 euros el MWh— declare 15 o declare 30; de hecho, si declara un coste muy alto (pongamos, 80 euros el MWh), puede arriesgarse a quedar excluida del mercado (pues si hay otras centrales que producen por debajo de 80, serán ellas las que terminarán vendiendo). Por consiguiente, bajo el sistema marginalista, los productores revelan sus auténticos costes y aquellos más eficientes son los que terminan suministrando la electricidad.

En cambio, en el sistema ‘pay-as-bid’, cada central no tiene incentivos a revelar sus auténticos costes, pues el precio que terminará recibiendo depende del precio al que ella (y no los demás productores) oferte su mercancía. Si una central nuclear declara que puede producir a 15 euros el MWh, cobrará 15 euros; si declara 30, cobrará 30; si declara 70, cobrará 70. Por consiguiente, dentro del sistema ‘pay-as-bid’, todos los vendedores poseen incentivos para ofertar su producto a aquel precio al que creen que se vaciará el mercado: verbigracia, si todos los productores saben que necesitaremos comprar electricidad a la central de carbón que vende el MWh a 70 euros, entonces todos ofrecerán su electricidad a 70 euros. Con información perfecta, pues, el precio en ambos sistemas sería estáticamente el mismo; con información imperfecta, por el contrario, el precio en el sistema ‘pay-as-bid’ puede terminar siendo superior al del mercado marginalista, en tanto en cuanto si muchas centrales sobreestiman el precio al que se vaciará el mercado, puede terminar generándose una profecía autocumplida de elevación de precios.

Acaso uno podría pensar que el sistema ‘pay-as-bid’ es preferible al marginalista siempre que el Gobierno fije los precios, esto es, siempre que se remunere a cada central en función de su coste de producción. El problema es que el coste de producción no es observable para el Gobierno, dado que depende de parámetros que no puede conocer, como los planes de inversión de cada productor: por ejemplo, si el dueño de una central nuclear aspira a que tenga una vida de 30 años, el coste del MWh será mayor que si aspira a que tenga una vida de 60 años (pues habrá que recuperar la misma inversión en la mitad de tiempo); asimismo, si el precio se fija en función de los costes, el incentivo pasa a ser el de inflar ineficientemente los costes (por ejemplo, contratando a más personal del necesario) para así inflar los precios, algo que el Gobierno evidentemente trataría de evitar regulando cómo debe organizarse la central. En suma, fijar precios implica encomendarle al Estado la tarea de planificar enteramente el sistema eléctrico de un país, a saber, decidir en qué tecnologías merece la pena invertir, cómo organizarlas y cuál va a ser su vida útil. Pasaríamos de la competencia empresarial entre tecnologías a su torpe planificación centralizada.

En un mercado competitivo, los beneficios extraordinarios señalarían qué tecnologías son las más eficientes y en cuáles ha de invertirse

Pero aun reconociendo que el sistema marginalista resulta preferible al ‘pay-as-bid’, ¿qué sentido tiene que tecnologías que producen el MWh a 15 euros lo cobren a 70 euros? En un mercado competitivo, los beneficios extraordinarios señalarían qué tecnologías son las más eficientes y en cuáles ha de invertirse: a medio-largo plazo, pues, los beneficios incentivarían a construir —siguiendo nuestro ejemplo anterior— más centrales nucleares, lo que llevaría a que las centrales de carbón dejaran de ser necesarias para abastecer toda la demanda, lo cual contribuiría a rebajar estructuralmente el precio de la electricidad (cosa que no sucede cuando a cada central se le remuneran la totalidad de sus costes: a un empresario, lo mismo le da invertir en tecnologías caras o baratas, porque los precios terminarán cubriendo sus costes y nada más).

En este sentido, si algo habría que criticar en el mercado eléctrico español, no es que los precios de la generación se formen mediante un sistema marginalista, sino dos aspectos muy distintos a este. Primero, ¿todas las tecnologías están internalizando la totalidad de sus costes de producción o hay tecnologías que generan externalidades negativas que no son tenidas en cuenta y, gracias a ello, son capaces de exhibir costes monetarios artificialmente bajos y, por tanto, beneficios artificialmente altos? Segundo, ¿existe libertad de entrada en el mercado para incrementar el número de centrales que generen electricidad a un menor coste? (por ejemplo, ¿la burocracia administrativa facilita la inversión en nuevas centrales hidroeléctricas o nucleares?). Si la respuesta a esta última pregunta es que no, entonces los beneficios extraordinarios que, gracias al sistema marginalista, obtienen ciertas centrales (como la hidroeléctrica o la nuclear) serían meras rentas monopolísticas que no cumplirían ninguna otra función social que engrosar la cuenta de resultados de sus dueños: pero ahí el problema no residiría en el sistema marginalista de fijación de precios, sino en la restricción política a la libertad de inversión en el mercado eléctrico. Y eso debería ser lo que tendríamos que cambiar urgentemente.