JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA-EL MUNDO
A propósito de la investidura de Pedro Sánchez, el autor subraya que la crisis del bipartidismo ha derivado en un sistema de partidos caracterizado por la existencia de férreos bloques incomunicados entre sí.
Por la derecha, como es sabido, el bipartidismo inició su crisis algo más tarde, pero con resultados igual de rotundos: los 10,8 millones de votos y 186 escaños del PP en 2011 han devenido, tras sucesivas convocatorias electorales, en 4,3 millones de votos y 66 escaños en abril de este año, una hemorragia agravada por la emergencia no de una, sino de dos fuerzas políticas, Ciudadanos y Vox, que flanquean al PP de Casado por el centro y por la derecha con 4,1 y 2,6 millones de votos, convirtiendo al PP, como al PSOE, en otra fuerza hipotecada políticamente por su extremo y confusa ideológicamente respecto a sus estrategias.
Muchos vieron en el fin del bipartidismo el comienzo de una nueva etapa de regeneración política, presidida por la transparencia, la ética, la rendición de cuentas y el revivir de un parlamentarismo anquilosado por las mayorías absolutas. También de una vida interna de los partidos dominada más por la disciplina y el sometimiento al liderazgo que por el intercambio de ideas. Pero esa promesa no se ha cumplido: en lugar de una vida política abierta y plural, hemos acabado con un sistema de partidos caracterizado por la existencia de férreos bloques incomunicados entre sí. En lugar de situar las líneas rojas y los cordones sanitarios en los extremismos (a izquierda, derecha y territorialmente), los sitúan en el centro político, añadiendo así a una dinámica de polarización que crispa la vida política y aleja del horizonte los grandes pactos que la ciudadanía demanda. No deja por ello de resultar paradójico que las elecciones de abril de este año dejaran muy disminuidos respecto a sus trayectorias y expectativas tanto a Podemos como a Vox, pero que la dinámica de bloques haya conseguido convertir a esas dos fuerzas radicales en baluartes esenciales para formar gobierno tanto en el ámbito nacional como el autonómico y municipal.
Para colmo, el pluripartidismo, en lugar de regenerar la vida de los partidos políticos, ha abierto el paso, por mor de la política de bloques, a una destrucción casi total de la escasa pluralidad interna que en ellos quedaba y un refuerzo de los hiperliderazgos construidos sobre el recurso a las bases, todo ello a costa de las instituciones intermedias de los partidos, la democracia y la pluralidad interna. En el PSOE, a raíz de la ruptura interna provocada por la abstención ante Rajoy así como por la defenestración y posterior vuelta de Pedro Sánchez a lomos de las bases, todo atisbo de oposición interna organizada ha quedado no solo eliminado, sino deslegitimado, poniendo fin a una larga historia de corrientes, contestaciones internas y disputas ideológicas. Lo mismo se puede decir del PP de Pablo Casado que, aupado en su elección, también, bajo el paraguas del relato anti-establishment, ha prescindido de los perfiles más centristas y pragmáticos. En Ciudadanos las cosas no son muy diferentes: como ha ejemplificado la salida de Toni Roldán, los posicionamientos de Valls, el abandono de sus fundadores y la evidente incomodidad de muchos de sus cuadros, tampoco allí hay mucho espacio para la disidencia. Y qué decir, para concluir, de Podemos, donde el tándem Iglesias-Montero ha logrado expulsar de la organización a todos los perfiles moderados para así terminar recreando dentro del movimiento que quería superar el centralismo democrático un hiperliderazgo caudillista y familiar en el que las decisiones hipotecarias de la pareja se convierten en referendos revocatorios.
Partidos bloqueados por dentro y por fuera, partidos que no saben sumar pero sí bloquear y un sistema político dominado por los vetos cruzados. Ese es el legado de la crisis política española, tanto más preocupante porque incluso cuando se superan los umbrales necesarios para lograr investiduras, la gobernabilidad dista de estar asegurada. Cercados y desmoralizados por la concatenación de una serie de crisis políticas, económicas y sociales, los líderes de los dos (otrora) grandes partidos han buscado desesperadamente muletas sobre las que asirse para permanecer en el Gobierno o acceder a él, aunque ello supusiera forzar los usos y costumbres institucionales. Primero lo hizo Mariano Rajoy, con su renuncia a someterse a una investidura y así forzar unas segundas elecciones, lo que situó al PSOE en una posición imposible: abstenerse para permitir que se formara Gobierno o enfrentarse a unas terceras elecciones con riesgo de quedar superados por Podemos. Luego fue Pedro Sánchez el que abusó de las reglas del juego institucional presentando una moción de censura que obviaba el requisito de disponer de un programa de Gobierno y una mayoría estable que verificara el carácter constructivo de la moción e intentando extender el mandato de su Gobierno monocolor con una exigua mayoría y unos Presupuestos heredados del PP.
No es de extrañar que de la política de tierra quemada practicada por todos los actores políticos desde 2015 emerja ahora la propuesta, formalizada ayer por Pedro Sánchez en su discurso de investidura, de reformar el artículo 99 de la Constitución para poder acceder al Gobierno sorteando el veto de coaliciones negativas.
ESA PROPUESTA encierra una lógica psicológica y otra política. Por un lado, Sánchez, que en 2016 se desató del mástil de la abstención para sucumbir a la tentación del no es no, quiere erigir ahora un mástil constitucional que obligue a los demás políticos a superar sus tentaciones cortoplacistas y les obligue a anteponer la gobernabilidad y el interés del país a los intereses de partido y personales. Pero, por otro lado, además de servir al sistema y poner fin a la vetocracia eterna en la que parecemos habernos instalado, Sánchez pretende desasirse de otro mástil: aquel al que le ha atado Pablo Iglesias tras renunciar a desempeñar un puesto en su próximo Gobierno abriendo así la puerta a un Gobierno de coalición que siempre se dijo querer evitar. Ésta última lógica es la que, seguramente, hará fracasar la propuesta, pues una vez aprobada la reforma del artículo 99, nada impediría a Pedro Sánchez disolver las Cortes y así zafarse tras otras elecciones de un Gobierno con Podemos que genera una enorme incomodidad dentro del propio PSOE.
Esta semana, y ante la desazón de muchos ciudadanos, que hubieran preferido acuerdos de gobernabilidad amplios, estables y por el centro, los partidos políticos y sus líderes están llegado al final del callejón de la vetocracia. Lo cuatro tienen motivos para estar satisfechos: Sánchez, porque seguiría en el Gobierno aunque sea con una izquierda en la que nunca ha confiado; Casado, porque lidera el PP aunque sea débil y se apoye en Vox; Rivera, porque ha logrado empujar a Sánchez en brazos de la izquierda radical aunque él haya tenido que irse a la derecha complaciente con Vox; e Iglesias, porque justo cuando su liderazgo estaba finiquitado y su partido marginado, podría, como sus colegas, demostrar que la política es una extraña actividad donde perder y ganar son tan inseparables como dos caras de una misma moneda.
José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED y columnista de EL MUNDO.