Presidente como sea

DAVID GISTAU-EL MUNDO

La importancia del debate quedó reducida por un hecho innegable: lo importante no sucedía en el Hemiciclo, sino en ese ámbito secreto y paralelo, el de la negociación, que Albert Rivera llamó «la habitación del pánico». Daba la impresión de que los negociadores llegarían con las vestimentas humeantes de tanto aplicar descargas eléctricas a Frankenstein.

Así pues, el interés parlamentario residía en disfrutar de la parte teatral y en detectar mensajes velados o pistas anímicas en el tono y hasta en el lenguaje corporal. Por cierto, y ya que hablamos de actitudes, es inevitable referirse a la de la bancada azul. En particular, a los ministros que escoltan a Sánchez, desde Calvo hasta Marlaska, y que se esfuerzan por gamberrear la liturgia parlamentaria mofándose a mandíbula batiente de los adversarios y riendo entre ellos al pasarse memes y mensajes telefónicos. El propio Sánchez promueve ese comportamiento porque también le gusta ningunear a los oradores antagonistas riendo con grandes carcajadas los chistes que le cuentan al oído los amigotes de bancada como Ábalos. Uno llega a preguntarse si sabe dónde está y qué representa. Sólo cuando Pablo Iglesias habló, el rat-pack de Sánchez se quedó quieto y respetó la intervención con un silencio reverencial.

Durante la mañana, Sánchez se arrogó la continuidad histórica del 78 para legitimarse como el autor escogido por el destino para hacer la segunda Transición: un nuevo gran impulso evolutivo cuya patente de obra habría sido entregada por los electores a La Izquierda. Más allá de sus fronteras morales, sólo existen los «involucionistas» que se retrataron como tales en la plaza de Colón y que son los predadores naturales de los que hay que defender la Arcadia progresista. Resultó extraño que, después de hacer este retrato del momento español, Sánchez se dirigiera a los monstruitos de Colón para decirles que el eje izquierda/derecha no debía impedir que lo ungieran con la abstención. Luego, de entre esa horda, trataría de distinguir a Casado considerándolo el líder de un «partido de Estado» cuyo pedigrí democrático no estaría en cuestión. Una artimaña de inoculación de dudas parecida al debate de la abstención con el que los fundadores socialdemócratas de Ciudadanos reventaron por dentro el partido.

Una subtrama del debate, no la más importante si se compara con la incertidumbre de la negociación gubernamental, era la competición entre Casado y Rivera para identificarse como líder de la oposición fetén. Casado, después de acusar a Sánchez de no ver el elefante en la habitación por su omisión de Cataluña en el discurso de la mañana, le dijo que era imposible sentirse el continuador de la España constitucional sin comprender que el futuro de ésta se juega en el golpe catalán, que es allí donde está la primera línea. Respondió así a los intentos de Sánchez de diluir el problema catalán subordinando su importancia a otros muchos entre los cuales él se refirió más a los relacionados con la conciencia social, el ecologismo y el feminismo. Es decir, las causas populares vinculadas a los efectos salvíficos de la izquierda que además constituyen un territorio de comprensión con Podemos más fácil que el identitario o el territorial. Cuando Casado presumió de la centralidad del PP y de su capacidad negociadora, Odón Elorza respondió en su escaño parodiando un saludo a la romana. Lo cual vendría a subrayar dos reproches al PSOE en los que coincidieron Casado y Rivera: la voluntad socialista de atropellar los contrapesos y el sectarismo según el cual todo cuanto resiste a las doctrinas socialdemócratas es motejado automáticamente de fascista y entregado al escarnio y el escrache. Rivera, cuyo partido ha hecho mayores esfuerzos por reñir la calle a las patotas que el de Casado, traía frescas más experiencias de repudio y prometió, en lo sucesivo, no olvidar pedir permiso a los ministros Calvo y Marlaska antes de ir, sin carné del PSOE, a las manifestaciones feministas o al Orgullo.

El debate reventó con Pablo Iglesias, que estuvo gracioso cuando pidió a Sánchez que «disimulara un poco» en vez de insistir en pedir la abstención a los monstruitos de Colón cuando se suponía que estaban negociando un gobierno basado en el sentido patrimonial del porvenir que maneja la izquierda. Esa tensión contenida, en las réplicas, terminó por exhibir una relación bronca, difícil, que extrapolaba la de una negociación que debe de estar resultando rugosa. Fue la primera vez en la que el ambiente de esa habitación paralela en la que, según Rivera, se estaba apañando el Plan Sánchez penetró en el Hemiciclo y dejó augurios pesimistas acerca del estado de la cosa. Tanto fue así que Sánchez, que no dejó en todo el debate de agitar la amenaza de unas nuevas elecciones en noviembre, improvisó la petición a Iglesias de explorar otras fórmulas de convivencia si fracasaba la del gobierno de coalición. Como Rambo en el bosque, Sánchez quiere ir sobreviviendo día a día, y su primer empeño es investirse como sea. Incluso trasladando la responsabilidad de sus acuerdos fáusticos con radicales a los políticos que, asombrosamente, no se animan a abstenerse después de ser tratados de fascistas.