FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Para que sobreviva la democracia todos estamos llamados a poner algo de nuestra parte, desde los actores políticos, pasando por los medios de comunicación hasta los mismos ciudadanos rasos

En alguna otra ocasión he mencionado aquí la conocida frase del jurista alemán E. W. Böckenförde según la cual la democracia carece de los prerrequisitos o mecanismos necesarios para garantizar su supervivencia. Dicho en momentos en los que es mucho lo que está en juego, esto equivale a lanzar una llamada de atención sobre su fragilidad. Para que sobreviva, esta sería la interpretación, todos estamos llamados a poner algo de nuestra parte, desde los actores políticos, pasando por los medios de comunicación hasta los mismos ciudadanos rasos. Desde luego, excede los límites de una columna tratar de enumerar todo lo que venimos haciendo mal. Partamos entonces de un ejemplo concreto, la renovación del CGPJ o del propio TC. Ahora hay señales de cambio y celebramos que haya signos de revertir la situación de colapso. Lo que no entendemos es por qué haya tenido que esperarse casi cuatro años en conseguirlo. La respuesta solo puede ser una, la prevalencia del hiperpartidismo sobre la estabilidad de las instituciones. O, dicho en plata, que se prioriza el beneficio de partido sobre lo que debería interesarnos a todos.

La parte mala de lo ocurrido consiste, sin embargo, en la proliferación de los dichosos relatos justificadores de cada una de las posiciones ante el asunto. Ya dije en su momento que la posición del PP de no cumplir con su obligación inicial había lastrado la posibilidad de llegar a un acuerdo tempranero. No todos son igual de responsables. Pero lo que de verdad me preocupa es que el tema fue languideciendo en el espacio público durante años sin que, como ahora acontece, saliera al fin a la luz el auténtico calado de su erosión para el sistema. Las inercias del seguidismo mediático partidista prevalecieron sobre lo que era una exigencia existencial para nuestra democracia (por cierto, aquí todos los concernidos tampoco son iguales). Y lo preocupante es que acabó convirtiéndose en un tema más sobre el que acentuar las divisiones. A veces incluso compartiendo protagonismo con las algaradas de hormonados jóvenes de un colegio mayor, los comentarios en la red sobre las gafas de sol de una vicepresidenta, el (mínimo) retraso del Presidente a la hora de recibir al rey en el desfile u otras cuestiones mucho más accesorias e incluso intrascendentes.

Visto desde fuera, tal parece que lo importante es aprovechar cualquier cosa para escenificar el fanatismo ciudadano a favor o en contra de unos u otros, filtrar siempre la realidad a partir de cuestiones que nos permitan delimitarnos frente al otro satanizado. O sea, actuar como hooligans que no ven más allá de lo que puede aprovechar a su equipo. No seré yo quien denoste algunas dimensiones de las redes ni me escandalice por las críticas vitriólicas. Muchas de ellas, además, francamente graciosas. O que me preocupe en exceso por las disensiones. Lo que me enerva es que seamos incapaces de ver que hay veces en que todos compartimos equipo, que en determinadas cuestiones debemos actuar unidos. Este era el caso en la renovación del CGPJ, donde estaba ―está― en juego un elemento sustancial para el funcionamiento efectivo de nuestra democracia.

Ahí, no en la política impositiva o en las alternativas energéticas o el combate a la inflación, es donde sonó la advertencia del dictum de Böckenförde con el que comenzamos. Y cabe dirigirla también a los propios jueces. ¿Por qué no se revolvieron mucho antes? ¿No hubiera cambiado las tornas una hipotética dimensión de Lesmes hace, digamos, un par de años? ¡Lo que nos hubiéramos ahorrado! Esto de velar por la salud de la democracia nos concierne a todos.