José Luis Zubizarreta-El Correo
- Los cambios de opinión que no pueden ser explicados ni justificados responden a la inconsistencia o a un oportunismo que sólo se rige por el interés
Cambiar de opinión es humano. Tanto como errar. Ocurre, cuando entre una y otra opinión, se interpone una circunstancia sobrevenida o desconocida que aconseja el cambio y pide una explicación. Si tal circunstancia no se da o no hay explicación creíble, quien cambia es tenido por oportunista, inconsistente o mentiroso. En política, los cambios de opinión están a la orden del día y el tiempo se va en explicaciones poco convincentes. Conviene, pues, analizar cuándo el cambio de opinión es excusable o cuándo un engaño del que sólo se pretende sacar provecho.
Felipe González –¡con perdón!– se vio en una situación de este tipo en su primera legislatura. Elevó a lema de campaña para los comicios de 1982, en los que arrolló, el efectista eslogan ‘OTAN; de entrada, no’. Pronto vio, si no lo había visto antes, que la promesa, de cumplirse, provocaría más inconvenientes que ventajas para él y para el país. Pero, a la vez, constituía un compromiso de cuyo incumplimiento tendría que responder ante el electorado en los siguientes comicios de 1986. Entendió, entonces, que un cambio de opinión en un asunto de tanta relevancia requería ser explicado y sometido a juicio previo del elector. Contra la opinión de los suyos y el asombro y temblor de sus colegas europeos, convocó un referéndum a favor de una permanencia limitada en la OTAN a celebrar el 12 de marzo de 1986, el último año de su primera legislatura. Tras pasarlo con éxito, convocó nuevas elecciones para el 22 junio, cuatro meses antes del vencimiento de su mandato. Volvió a ganarlas. Perder el referéndum le habría costado la carrera política.
Hoy estamos en una situación que evoca aquella pasada. Pedro Sánchez se presentó el 23-J a las elecciones con una radical y expresa negativa a la concesión de amnistía a los imputados y condenados por el procès de 2017. Le secundaron destacados miembros del partido, que repitieron declaraciones tan contundentes que no dejaban lugar a ambigüedad. Incluso con el PP votó el PSOE en su contra en la Mesa del Congreso. El electorado fue a las urnas con esa garantía en mente. Pero una combinación de adversos resultados, junto con la oportunidad que tal hecho paradójicamente abría de retener el poder, bastó para que se produjera el cambio de opinión. La amnistía no es de menor relevancia política ni suscita menos inquietud social que la pertenencia a la OTAN. Todo lo contrario. Aparte del agrio debate político y el hondo desasosiego social que ha provocado, afecta también al equilibrio institucional y se presta a ahondar en la extrema manipulación populista del momento. Actuar, pues, en contra de aquel reiterado compromiso preelectoral, encubriéndose en silencios o mistéricos lenguajes, muy poco dista –si algo– de lo que se entiende por fraude electoral. No bastan para justificarlo ni su trasparencia, al pasar el proceso por un abierto debate en el Congreso, ni el aval que pueda darle el TC. No va la cosa sólo de transparencia y constitucionalidad. Están, sobre todo, en juego la honradez política, el equilibrio institucional y el respeto a la voluntad popular.
Y ahora, frente a tanto realismo tóxico, un poco de desvarío democrático. El cambio de opinión sobre la amnistía no debería convertirse en hecho consumado al aprobarse como ley sin previo aval ciudadano. Su sometimiento al juicio de un electorado que no contaba con ella -–sino que la creía excluida– debería ser previo a su aprobación en el Congreso. Redactada y publicada la proposición, su núcleo esencial habría de someterse a referéndum –tan del gusto de los amnistiables– como Felipe González sometió a refrendo popular su nueva opinión sobre la OTAN. Sería así este referéndum el acto inaugural de una legislatura cuya continuidad o término –si es que llegara a iniciarse– dependería de lo que el pueblo expresara tras seria deliberación y con pleno conocimiento de causa. Inconvenientes, muchos. El primero, la probable inviabilidad de la investidura. Pero la confrontación que el debate supondría sería terapéutica, al dejar la decisión en manos del ciudadano, en vez de en las de unos políticos que se proponen hacer lo contrario de lo que prometieron. ¡Quién sabe si este proceso no fomentaría la convivencia mejor que ese otro que sólo está logrando alimentar la contumacia de quienes responden a la «generosidad» del Estado con la amenaza de seguir atizando el conflicto que desbarató toda posibilidad de concordia! Pero no ocurrirá. A la valentía y el liderazgo democráticos los ha desplazado el oportunismo y la temeridad.