Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo

  • Yolanda Díaz, y tantos otros, solo se fijan en los derechos, que dan votos, y nunca en las obligaciones, que provocan rechazo. Y así nos va, claro…

Reconozco que tengo una fijación, quizás malsana, con la vicepresidenta segunda del Gobierno provisional. Con esa sonrisa permanente, que tan solo borra y torna en mirada acerada cuando habla de sus enemigos. Sin embargo, cuando se reúne con los empresarios, la despliega en su máximo esplendor, que es un esplendor enorme. Prueba de ello es que, pese a ser un miembro tradicional del Partido Comunista, ha conseguido pactar con la patronal un montón de acuerdos inesperados, siempre envueltos en su nada inocente sonrisa.

Su carrera ha sido fulgurante. Salió del Ferrol y le acogieron en Podemos y en el primer Gobierno de coalición, donde se encajó en segundo lugar, tras el gran Pablo Iglesias, que tan listo y poderoso se creía y que no le aguantó ni dos asaltos. El macho alfa se desnucó a las primeras de cambio, justo cuando ella ascendía un escalón en el escalafón. Después, cuando ‘los Ceaucescu hispanos’ salieron de Vallecas y perdieron su encanto, ella se hizo la ama del calabozo, creó Sumar para eliminar adherencias y se puso al frente de un tinglado que agrupa a la izquierda de la izquierda –nada de extrema que ese término tan solo se utiliza con la derecha– y redujo a cenizas la memoria de Podemos. A la ministra Montero la fulminó, sin siquiera criticarle.

Tuvo malos resultados en la elecciones, pero ha conseguido que nadie hable de eso y, para celebrarlo, se fue a Waterloo para entrevistarse con el prófugo (de momento, espere un ratito y le verá entrar en Jerusalén rodeado de palmas) Carles Puigdemont. ¿Para colaborar con la Justicia que le busca? No, ni hablar, para ofrecerle un empleo, a él o a los suyos, en el próximo reparto del botín gubernamental.

En el ejercicio del trabajo que le encargó Sánchez ha tenido momentos estelares –como los acuerdos conseguidos y ya comentados–. Otros han sido penosos, como cuando no fue capaz de explicar el mecanismos de los ERTE que acababa de diseñar y que tan buenos resultados obtuvo en momentos de penuria. O, más recientemente, cuando descubrió una maquinación universal de los poderosos para escapar de la tierra a bordo de cohetes estratosféricos, tras haber ensuciado el planeta a conciencia. Otras más han sido desconcertantes, como su insistencia en no desvelar el número de los fijos discontinuos que no trabajan y cobran el paro, pero no figuran en las listas del paro.

Y otras más son muy discutibles. Ahora está empeñada en imponer al nuevo gobierno, y a cambio de sus votos en la investidura, la congelación de los alquileres y la rebaja a 37,5 del número de horas de trabajo semanal. En lo primero, está claro que la opción de intervenir los precios ha sido la opción elegida, a pesar de las experiencias negativas, próximas y recientes frente a la de construir viviendas. En campaña prometieron decenas de miles, pero como ya no estamos en campaña se ha olvidado el tema. Lo de las horas es otra intervención más. ¿Cuántas horas trabaja ella? Las que quiere, ¿no? ¿Y por qué supone que sabe cuántas debemos trabajar los demás?

Esto de regularlo todo es una manía propia y general de todo totalitario y resulta un incordio. Además, el número de horas no es lo más relevante, sino lo que se obtiene con ellas. Hay quien se paga el sueldo en media hora y quien necesitaría un trimestre para justificarlo. Pero ya sabe que hablar de productividades está poco menos que proscrito. Es retrógrado y resulta abusivo. Yolanda Díaz, y tantos otros, solo se fijan en los derechos, que dan votos, y nunca en la obligaciones, que provocan rechazo. Y así nos va, claro…