Eduardo Uriarte-Editores

En la corte del gran sultán, aunque todo sepamos que La Moncloa no es Topkapi, la mentira es contagiosa, todo el que allí entra se convierte en un mentiroso. Personas mediocres o de brillante pasado acaban siendo cotidianos usuarios de ella, porque cuando el objetivo político reside en, disimuladamente y a base de pequeñas nutaciones constitucionales, acabar arrumbando el sistema del 78, la mentira a lomos de la propaganda se convierte en el principal instrumento político. Máxime cuando los protagonistas se creen sus propias mentiras, como que la derecha, a la que hay que odiar mucho, mucho -como a los romanos en la Vida de Brian- es la culpable de todo. El infantilismo va unido al izquierdismo, Lenin.

Disimulo y mentira son históricos compañeros de viaje, el querer dar un golpe de estado se les achaca a otros cuando es desde palacio donde se está gestando, y para evidencia los sediciosos declarados de ERC que prestan apoyo al Gobierno. El ascenso al poder del sultán se dio mediante una anómala moción de censura no constructiva que contó con la traición del rufián de las comedias del siglo de oro, el vizcaíno, el apoyo de Rufián y los del palco del Liceu, y la cuadrilla de Iznogud, el que quiere ser califa en lugar del califa. Es decir, de todos los que quieren alejarse del sistema constitucional. Evidentemente, el sultán también lo quiere para ser más sultán, si no, no iría de la mano de tan declarados insurrectos. Sin embargo, a la opinión pública se nos dice que es la ultraderecha la que quiere dar el golpe. Y funciona, pero es muy peligroso, traslada la política a las trincheras, y suele encubrir, como en Venezuela, lo que está haciendo el que lo denuncia.

La revolución mediante el entrismo, al gusto chavista, lleva tiempo desmoronando el edificio constitucional. En el largo plazo de tiempo del gobierno en funciones, por la repetición de elecciones, el abuso del decreto ley para cuestiones no urgentes, además de mostrarnos la vocación autoritaria del sultán, estaba avisando de la ruptura de las reglas del juego que había regido desde la Transición. Luego, tras una campaña en la que el candidato a la realeza absoluta dijo que no iba a pactar ni con Bildu ni con Podemos, pues le quitaba el sueño, lo convirtió en soberana trola y constituyó el Gobierno Frankenstein. Y si pacta con Bildu, será por culpa del PP.

La España bastante caótica que hemos padecido desde que el liberalismo intentó afincarse en 1812 se ha ido proyectando periódicamente en conflictos o pronunciamientos militares que tienden a poner orden en una situación crítica. La diferencia con el pasado es que en esta ocasión el pronunciamiento ha sido civil, nuestros parlamentarios no eran conscientes de que un estado de alarma, con el dato significativo de un Parlamento semicerrado por la pandemia, con prologa en seis ocasiones cuando la ley habla de una, es dotar al Ejecutivo de un trampolín hacia la arbitrariedad que difícilmente podrá abandonar. La descentralización autonómica, más tradicionalista que federal, se ha mostrado confederal -por ello ineficaz-, y unos y otros, agobiados por la pandemia han malinterpretado la Constitución a su gusto. Hasta tal punto que la concesión de la gestión de la tercera fase del desconfinamiento a las autonomías, por afectar a derechos fundamentales del ciudadano en los que no tienen competencias legales, debiera ser ejercitado por el poder central. Pero lo evidente es que en este subidón de poder los partidos del Gobierno se encuentran a gusto, en su salsa, no hay más que verle al pesado de Sánchez todos los sábados en la tele, triunfante y paternal como un dictadorzuelo de opereta.

El proceso de deterioro viene desde su investidura. Ha ido monopolizando el poder rompiendo con los usos y costumbres de la democracia. Constituye un Gobierno exageradamente numeroso, lo que implica que haya subgobiernos en la sombra, como el núcleo de Iván Redondo o el que hoy rodea al ministro de Sanidad. Cuela por Barajas a la vicepresidenta de Maduro, coloca directamente a la ministra de Justicia como fiscal general, crea una comisión sobre la pandemia presidida por los suyos, pacta y concede favores a los secesionistas, adopta medidas unilaterales que encona a la patronal en acuerdo, nada menos, que con Bildu. El ministro del Interior provoca a la Guardia Civil, y reniega de Montesquieu, cesando a un mando por cumplir con la legalidad (y eso no lo hace Irene Montero o Lastra, sino un afamado juez, evidentemente hoy enajenado ante la trascendente misión reformadora que Sánchez lidera y la maldad de la derecha). Las competencias concedidas a Euskadi y el trato y relación con Cataluña están reforzando paso a paso un Estado confederal. Y todo ello en dudosa legalidad del uso del más largo estado de alarma que haya padecido Europa recientemente. Se le ve al sultán cómodo en la omnipotencia que le otorga tan excepcional y abusiva suspensión de derechos. Importantes empresas cierran y se van, y la inversión extranjera se ha paralizado. Por no hablar de las ignotas cifras de muertos por la pandemia.

A mediados del XIX, el preclaro Marx, vistas las dificultades de abrirse paso el estado liberal, avisó al resto de los europeos que España era más parecida al Imperio Turco que a una nación europea, donde los territorios de la antigua monarquía funcionaban a su aire con un solo referente de cohesión que era el rey. Esta izquierda reaccionaria, que no progresista, nos está devolviendo allí, al patio de la Chancillería real, el lugar donde los notables locales hacían cola para alcanzar privilegios. A la manera de las actuales videoconferencias de Sánchez con los presidentes autonómicos, para, como de costumbre, vascos y catalanes salgan beneficiados. Videoconferencias que, o los encuentros bilaterales del sultán con las diferentes autonomías, nos devuelve al Antiguo Régimen. Comportamiento cortesano antitético con una organización moderna, racional, federal, de coordinación de las partes del Estado.

Es falso que el socialismo español quiera un futuro federal, eso echaría abajo el acrático plurinacionalismo que ha inventado, pero que ya usaban en el pasado los monarcas como base de su poder absoluto. Mientras Puig, García-Page, Lambán y Sánchez Vara aguanten aquí no pasa nada. El federalismo implica la coparticipación de todas las partes en la gobernabilidad del todo, y eso no lo va a permitir el nuevo déspota oriental para satisfacción de los secesionismos. De cómo en nombre del socialismo se puede llevar a cabo una reacción no es nuevo, lo inventó hace tiempo Mussolini que venía del PSI.

La declaración de Sánchez en el último pleno defendiendo a su ministro de interior con la excusa de limpiar las cloacas policiales constituye un aberrante recurso, un órdago hacia la ruptura, que muestra la naturaleza agresiva y sin límites del creador del NO es NO. Evidentemente una arriesgada mentira, como es muy arriesgado también reivindicar el origen de la pandemia con su viva al ocho M, escudándose en el feminismo. Y todo ello tras una introducción en la que llamaba a la oposición a la responsabilidad y a una actitud constructiva. Mentira.

Pero la gran mentira, como una casa, la que engloba y recoge todas ellas, es que su Gobierno sea un Gobierno de progreso. Por el camino que va ese progreso lo que se está erigiendo en una reacción histórica que nos conduce al Antiguo Régimen. Revolución conservadora lo denominó Jean Pierre Faye en su tratado “Los Lenguajes Totalitarios”, en el que analiza especialmente el ascenso del nazismo al poder. Y todo eso después de que hayamos precipitadamente releído a Carl Schmitt, el teórico de la iniciativa fáctica en que se inspiró el nazismo, nada más ver a Sánchez entrar en la Moncloa. La Asamblea Nacional (concepto discutido y discutible) vuelve a los Estados Generales. ¡Franco!, ¡Franco!, ¡Sánchez!, ¡Sánchez!. El resto: un paréntesis.