Slavoj Žižek-El Confidencial

El filósofo más mediático disecciona en exclusiva internacional para El Confidencial la distopía a la que nos empuja el coronavirus, pero apuesta por un horizonte de esperanza

Escuchamos con frecuencia que vivimos un caso real de esos que estamos acostumbrados a ver en las distopías de Hollywood. Pero ¿qué tipo de películas son las que estamos viendo ahora en la vida real? Cuando muchos amigos estadounidenses me enviaron el mensaje de que las tiendas de armas agotaron sus existencias con mayor rapidez aún que las farmacias, traté de imaginar las razones que movían a los compradores: probablemente se imaginaban como un grupo de personas a salvo en sus casas bien pertrechadas, defendiéndolas de una multitud hambrienta, como la que muestran las películas de zombis… (también podemos imaginarnos una versión menos caótica de esta trama: unas elites que sobrevivirán en sus áreas restringidas, como en el filme 2012 de Roland Emmerich, donde hay unos cuantos miles de elegidos … al precio de admisión de mil millones de dólares por persona).

En la misma línea catastrofista, me vino a la mente otra trama cuando leí la siguiente noticia: «Los estados en los que está vigente la pena de muerte urgieron a liberar medicinas almacenadas para pacientes del Covid-19. Destacados expertos en salud firman una carta en la que dicen que medicamentos muy necesarios utilizados en las inyecciones letales ‘podrían salvar las vidas de cientos de personas'». Comprendí de inmediato que se trataba de aliviar el dolor de los pacientes, no de matarlos, pero por una milésima de segundo recordé la distópica ‘Cuando el destino nos alcance’ (1973), que tiene lugar en una Tierra posapocalíptica y superpoblada, donde a los ciudadanos de avanzada edad que no se sienten a gusto con la vida que llevan en un mundo tan degradado, se les da la oportunidad de «regresar a la casa de Dios»: en una clínica del Gobierno, confortablemente sentados mientras contemplan escenas de una naturaleza prístina, poco a poco y sin dolor se van quedando dormidos… Cuando algunos conservadores estadounidenses propusieron que las vidas de los mayores de 70 años deberían sacrificarse con el fin de que la economía siguiese su curso y salvar así el ‘American way of life’, ¿acaso la opción planteada en la película no sería una manera ‘humana’ de llevarlo a cabo?

La película del coronavirus parecía la de un ataque puntual cuya función es hacer que apreciemos la hermosa sociedad en la que vivimos

Pero aún no hemos llegado a ese punto. Cuando el coronavirus comenzó a expandirse, la idea dominante era que se trataba de una breve pesadilla que pasaría cuando, con la llegada de la primavera, comenzase a hacer más calor; la película aquí retomada era la de un ataque puntual (terremoto, tornado…) cuya función es hacer que apreciemos la hermosa sociedad en la que vivimos. (Una subtrama de esta versión es la historia del científico que salva a la humanidad en el último minuto al dar con la cura eficaz [vacuna] contra el contagio; la secreta esperanza de la mayoría de nosotros hoy día).

Ahora que nos vemos forzados a admitir que la epidemia se quedará con nosotros al menos por un tiempo, y que cambiará profundamente toda nuestra vida, va surgiendo aquí y allá otro guion cinematográfico: una utopía disfrazada de distopía. Recordemos ‘The Postman’ de Kevin Costner, un megafracaso posapocalíptico de 1997 ambientado en 2013, quince años después de que una catástrofe no especificada tuviese un enorme impacto en la civilización humana y acabase con la mayor parte de la tecnología.

Narra la historia de un vagabundo sin nombre que, tras encontrar el uniforme de un antiguo cartero del Servicio Postal de los Estados Unidos, comienza a repartir correo entre las poblaciones dispersas, simulando actuar a instancias de los ‘Restaurados Estados Unidos de América’; otras personas comienzan a imitarlo y, poco a poco, mediante este ‘juego’, la red institucional básica de los Estados Unidos vuelve a emerger… La utopía que surge de este punto cero de destrucción apocalíptica son los Estados Unidos actuales, solo que purificados de sus excesos posmodernos; una sociedad modesta, sencilla, en la que los valores básicos de nuestra vida están plenamente reafirmados.

Sí, nuestro mundo se está desmoronando, pero este proceso de derrumbe se limita a dilatarse, sin que vislumbremos un final

Pero a todas estas tramas les falta un rasgo realmente singular que presenta la epidemia del coronavirus, su carácter no apocalíptico: no se trata ni de un apocalipsis en el sentido habitual de destrucción completa del mundo, ni mucho menos un apocalipsis en el sentido original de revelación de una verdad hasta ese momento oculta. Sí, nuestro mundo se está desmoronando, pero este proceso de derrumbe se limita a dilatarse, sin que vislumbremos un final. Cuando las cifras de contagios y muertes aumentan, nuestros medios especulan con cuánto nos queda para llegar al pico: ¿lo hemos alcanzado ya, lo haremos en una o dos semanas? Todos nosotros aguardamos expectantes el pico de la epidemia, como si tras él fuese a venir un retorno gradual a la normalidad, pero la crisis simplemente se prolonga, sin más. Tal vez deberíamos reunir el coraje suficiente para aceptar que seguiremos en un mundo viral amenazado por epidemias y perturbaciones medioambientales. Tal vez, aun cuando se descubra la vacuna contra el virus, continuemos viviendo bajo la amenaza de otra epidemia o catástrofe ecológica. Ahora estamos despertando del sueño de que la epidemia se evaporará con el calor del verano, y no hay un plan de salida claro a largo plazo; el único debate es cómo aminorar gradualmente las medidas de confinamiento. Cuando, al final, la epidemia acabe remitiendo, estaremos demasiado cansados y exhaustos para disfrutar de ello… Y todo esto, ¿qué implica? Las siguientes líneas aparecieron a principios de abril en un gran diario británico, esbozando una posible respuesta:

«Habrá que poner encima de la mesa reformas radicales, invirtiendo la dirección imperante en las cuatro últimas décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía. Tienen que ver los servicios públicos más como inversiones que como una mera responsabilidad, y buscar formas de que los mercados laborales no sean tan inseguros. La redistribución estará de nuevo en la agenda; los privilegios de mayores y ricos se cuestionarán. Políticas hasta hace poco consideradas excéntricas, como una renta básica o impuestos a los grandes patrimonios, tendrán que tenerse en cuenta».

¿Se trata de un refrito del manifiesto de los laboristas británicos? No, es un párrafo de un editorial del ‘Financial Times’. En la misma línea, Bill Gates hace un llamamiento a un ‘enfoque global’ para combatir la enfermedad, y advierte de que, si se deja que el virus se propague libremente por las naciones en vías de desarrollo, repuntará y golpeará a las naciones más ricas en sucesivas oleadas. «Aun cuando las naciones desarrolladas logren ralentizar la enfermedad en los próximos meses, el Covid-19 podría regresar si la pandemia continúa siendo lo suficientemente grave en otras partes. Probablemente solo sea cuestión de tiempo que una parte del planeta vuelva a infectar a la otra. […] Creo firmemente en el capitalismo, pero algunos mercados sencillamente no funcionan bien en una pandemia, y el mercado de bienes básicos es un ejemplo obvio».

Es la época de la recogida de frutas, trabajo habitual de miles de temporeros; pero, como las fronteras están cerradas, ¿quién lo hará?

Bienvenidas como son, estas predicciones y propuestas son demasiado modestas: se va a requerir mucho más. En un nivel básico, deberíamos obviar sin más la lógica de la rentabilidad y comenzar a pensar en términos de la capacidad de una sociedad para movilizar sus recursos con objeto de seguir funcionando. Contamos con suficientes recursos, el objetivo es asignarlos directamente, al margen de la lógica del mercado. Salud, ecología global, producción y distribución de alimentos, suministro de agua y electricidad, buen funcionamiento de internet y las comunicaciones telefónicas: esto debería mantenerse, todo lo demás es secundario.

Así pues, lo que esto implica es el deber y el derecho de un Estado a movilizar a los individuos. Acaban de tener un problema en Francia (y no solo allí): es la época de la recogida de frutas y verduras de primavera, trabajo para el que habitualmente vienen miles de temporeros procedentes de España y otros países. Pero, como las fronteras están cerradas, ¿quién lo hará? En Francia ya están buscando voluntarios para sustituir a los trabajadores extranjeros, pero ¿qué pasa si no se consiguen suficientes? El alimento es necesario, así que ¿y si el único camino es una movilización directa?

Como plantea Alenka Zupančič de un modo simple y claro, si una reacción plenamente solidaria a la pandemia puede causar mayor daño que la propia pandemia, ¿no es acaso un indicio de que algo no funciona en una sociedad y una economía que no pueden permitirse tal solidaridad? ¿Por qué habría que elegir entre solidaridad y economía? Nuestra respuesta a esta alternativa no debería ser la misma que a «¿Café o té? ¡Sí, por favor!». No importa cómo llamemos al nuevo orden que necesitamos, si comunismo o co-inmunismo, como hace Peter Sloterdijk (una inmunidad organizada colectivamente frente a los ataques virales), la cuestión es la misma.

Esta realidad no seguirá ninguno de los guiones cinematográficos ya imaginados, pero necesitamos desesperadamente escribir otros nuevos, nuevas historias que nos proporcionen a todos nosotros una especie de cartografía cognitiva, una razón realista y al mismo tiempo no catastrofista de hacia dónde deberíamos ir. Necesitamos un horizonte de esperanza, necesitamos un nuevo Hollywood pospandemia.

*Slavoj Zizek (Liubliana, Eslovenia, 1949) es filósofo, sociólogo y crítico cultural. La mayor parte de su obra en España ha sido publicada con Akal como su fundamental ‘Menos que nada’.