Rubén Amón-El Confidencial
- Escribir sin decir nada, jugar al fútbol sin jugar al fútbol: la pasividad y la anestesia definen dos destinos que han descarrilado en el Mundial
Es una lástima que Mariano Rajoy haya desperdiciado la oportunidad de aludir en su último artículo al cliché de “la lotería de los penaltis”. Se lo puso a huevo el desenlace del Marruecos-España. Y hubiera redondeado una trayectoria lisérgica de cronista balompédico. No caben más tópicos y perogrulladas en menos espacio. Ni mejor definición de sí mismo. Mariano Rajoy escribe sin decir nada, igual que nos gobernó desde la pasividad.
Por eso le definía tan bien el dontancredismo. Quedarse quieto a modo de estatua cuando pasa el toro. Estar y no estar a la vez. Y postularse como ejemplo del Tao, abrazando así el principio fundacional de la creatividad pasiva. Contemplar. Y esperar a que los hechos se presenten por sí mismos.
Se escribe como se es. Y los artículos de Rajoy representarían un ejemplo categórico de vacuidad, si no fuera porque sobrepasan su función elemental —analizar los partidos— para convertirse en argumento del descojonamiento general, llegándonos a preguntar si los escribe en serio o en broma.
Es mucho más verosímil la primera hipótesis, precisamente como reflejo de la relación profunda que existe entre Rajoy y la nada. Y como proyección del asombroso parecido que relaciona el marianismo y el juego de Luis Enrique, mucho más arrogante y soberbio el seleccionador en sus actitudes, pero también epígono del taoísmo futbolero: jugar al fútbol sin jugar al fútbol. O sea, tener el balón sin saber cómo utilizarlo. Y cambiar las reglas del juego, hasta el extremo de confundir la obligación vertical hacia la portería con el masaje y sopor del fútbol horizontal, esperando que los hechos se manifiesten por sí solos, igual que le sucedía a Rajoy en la política.
El criterio de Luis Enrique consistía en sobar el balón hasta desgastarlo. Fingir que jugábamos al fútbol igual que Rajoy fingía escribir sus artículos impublicables. Columnas huecas. E ilustrativas de una manera de ser genuina y entrañable, pero también preocupante respecto a la envergadura intelectual de quien nos gobernó durante tantos años en el éter.
Mariano era un contemplativo. Y le fueron bien las cosas hasta que la apatía le hizo descuidar la moción que lo evacuó de la Moncloa. Tanto esperaba y esperaba, que Godot se le apareció cuando estaba dormido. Por esa razón decidió anestesiarse con una botella de whisky, sacudido como estaba entre la incredulidad y la frustración. A Don Tancredo le pegaron una cornada.
Y a Luis Enrique se la ha pegado Marruecos, haciéndole pagar la ideología de un fútbol inane e inofensivo. Tan elocuentes han sido el dogmatismo y el sectarismo que el míster se ha dejado hipnotizar por el movimiento del parabrisas. Difícilmente puede ganarse un partido sin tirar a puerta.
El maximalismo ha neutralizado nuestro juego. Lo ha desprovisto de otras soluciones. Y lo ha jibarizado. Llamémoslo fundamentalismo. Y convengamos que el desenlace del partido que nos ha eliminado asemejaba a la congoja de un pelotón de fusilamiento. Íbamos al matadero.
El escarmiento de los penaltis es un castigo ejemplar al dominio pasivo. Y la prueba del peligro que conlleva aferrarse a los tópicos. Porque los penaltis no son en absoluto una lotería. Tirarlos bien requiere entrenamiento, técnica, precisión, serenidad. Y pararlos bien requiere experiencia, intuición, frialdad, psicología. Nada que ver con la arbitrariedad del bombo ni con la suerte.
Se ha atrevido Luis Enrique a maniobrar un relevo generacional. Ha jubilado a las vacas sagradas en beneficio de los novilleros. Y era una demostración de osadía, de descaro, hacer recaer en Nico Williams y Ansu Fati la reanimación de la eliminatoria. Sus niños, como él mismo los definía.
El epitafio que aparece en el último artículo de Rajoy no deja margen al ingenio… ni a la continuidad del entrenador. La dimisión es un tópico que debe cumplirse. Y no por la arrogancia o la crispación que ha engendrado el streamer, sino porque el rendimiento de la Selección —dos derrotas, un empate, una victoria— desenmascara toda la dimensión del fracaso.