Juan Carlos Viloria-El Correo

  • La heredera se adentra irreversiblemente en un clima político cargado de electricidad, tensión y polarización

El estrés informativo que sufrimos desde el 23-J llegó a su nivel máximo en estos últimos días de octubre ventoso, coincidiendo el acatamiento de Sánchez a la voluntad de separatista Carles Puigdemont y el acatamiento de la princesa Leonor a la Constitución Española. Coinciden en el tiempo el solemne acto de respeto y supeditación a la ley de leyes, personificado en la heredera, con el acto de subjetivismo interpretativo legal y electoral, que a quien solo persigue su investidura como presidente para los próximos años, le permite hacer lo que prometió que jamás haría. Vaya ejemplaridad, que diría mi amigo Javier Gomá.

La heredera se somete a la soberanía del pueblo plasmada en la Carta Magna del 78 en tiempos de un relativismo político y moral como no se había vivido en los últimos cuarenta años. Un relativismo que permite al poder adecuar el derecho a las urgencias de la política partidista; que habilita para sostener, sin rigor, que decenas de sentencias del TC consagran la constitucionalidad de la amnistía. O, directamente, que la amnistía es constitucional. En síntesis, que el fin lo justifica todo.

Que un partido se puede adueñar de la prerrogativa nacional de la amnistía y mercadear con ella votos y favores, «por necesidad» o «por España». Qué más da. La joven princesa con sus dieciocho años recién estrenados, que exhibe ya un carácter de seriedad y nobleza, entra irreversiblemente en el clima político nacional cuya atmósfera está cargada de electricidad, tensión y polarización. Por su cuidada formación sabe que, desde la Constitución de

Cádiz, la Corona que ella encarnará en el futuro, no es un poder sino un símbolo y que la soberanía reside en la Nación de ciudadanos plasmada en la Constitución. También que una democracia representada en la fórmula de monarquía constitucional, como la española, se apoya en los tres poderes, en su autonomía y en la división de funciones. Pero con el populismo como enfermedad infantil del relativismo que ha encontrado en España un terreno fértil para prosperar, ya es casi imposible distinguir lo correcto de lo oportunista, lo moral de lo necesario, la historia real de la memoria selectiva.

La expresión «tiempos convulsos», que se ha convertido en el comodín de las crónicas de la investidura de Leonor y la inminente de Sánchez, está plenamente justificada. Porque nadie puede hacer previsiones sobre hasta dónde puede llegar la utilización del derecho alternativo, el manoseo de las instituciones, la soberbia de los vencedores y la indignación de los humillados. Un país en el que coincide una ovación de cuatro minutos a los reyes y la heredera, con la gesticulación antisistema de la mitad de los socios del próximo presidente, está abocado a transitar durante los próximos tiempos por el filo de la navaja.