Sin cesar, nos preguntamos: «¿Cuándo va a terminar todo esto?». La respuesta, en realidad, es bien simple.
1. Ucrania no puede perder esta guerra.
Llevo diciéndolo desde el primer día.
Y cada jornada que pasa me consuelo un poco con esta convicción.
Por una parte (en Rusia), tenemos un Ejército desmotivado, mal liderado y, en el caso de la milicia Wagner, infestado de criminales cuyo oficio es la muerte, pero que no saben arriesgar su vida.
Por otro lado (en Ucrania), un Ejército ciudadano con el que se defiende no solo el propio país, sino una cierta idea de la civilización y de Europa, y en el que, en consecuencia, cada cual tiene muy claro por qué combate.
Añadámosle a esto que el Ejército ucraniano, en el fragor de la batalla, se ha convertido en el más entrenado y el mejor de Europa.
Así, se aplica no la ley de Tucídides, sino la de Heródoto.
Esa ley se anunció tras la estela de las guerras médicas en las que se enfrentaron los hoplitas griegos y los «bárbaros» de Darío y Jerjes.
La confirmó Polibio tras las guerras púnicas, en las que los mercenarios cartagineses perdieron ante las legiones de la Roma republicana.
Esta ley dice lo siguiente: los ciudadanos libres siempre acaban triunfando frente a los viles cortesanos que se postran ante el Gran Rey.
También establece que son invencibles aquellos soldados que, aunque sean menos en número, se enfrentan, como en Maratón, Salamina y Platea, a ejércitos de esclavos.
Por estas razones, el resultado de esta guerra, a más o menos corto plazo, está clarísimo.
2. ¿A qué llamamos resultado?
Olvidémonos por un momento de los votos piadosos.
Hablemos de realismo, de la seguridad nacional de nuestros países. Desde ese punto de vista, no tenemos opción.
Un alto al fuego sería una catástrofe para todos, pues el único efecto que tendría sería permitir al agresor rearmarse, replegarse para poder atacar con más fuerza.
Un acuerdo con el que se le permitiera a Rusia «salvar la cara» y conservar hasta la más mínima parcela de territorio conquistado tendría el mismo efecto y serviría, huelga decir, como un mensaje a todos los Erdogan, Jamenei y Xi: «Invadid, invadid, que algo os llevaréis».
También sería un suicidio ceder, por ejemplo, con respecto a Crimea, arguyendo (falazmente) que «siempre ha sido rusa»: ¿antes de la invasión, Putin quería un país de fiestas y turismo? Ese territorio no es más que una base naval gigante; una rampa para misiles del tamaño de una península; una fortaleza cuyos cañones esconden el comercio en el mar Negro y susceptible, en todo momento, de bloquear la libre circulación de cereal destinado a los más desfavorecidos. En resumen, Crimea, ocupada por los rusos, es un arma de chantaje masivo que amenaza la región y el mundo entero.
Dicho de otra manera, el resultado de esta guerra debe ser la capitulación de Rusia.
Que caiga no solo Putin, sino el régimen que intentará perseverar después de él.
[La UE y la OTAN apuntan al Kremlin como culpable de la voladura: «Es un crimen de guerra»]
Que este pueblo de sonámbulos acabe por despertarse; que, derrota mediante, tome la medida de los crímenes cometidos en su nombre y que, como Alemania después de 1945; como Japón, al término de una especie de Memorándum de Budapest pero a la inversa, consienta la tutela internacional de sus armas más mortíferas.
La hipótesis parece plausible.
Pero la Historia tiene más imaginación que los hombres.
¿Quién puede predecir el efecto de la brisa que sople, como en 1917, como en 1989, la tercera revolución rusa que tal vez venga después de una derrota?
3. ¿Cuándo llegará por fin esa victoria total?
¿Con qué horizonte?
Lo único que puedo repetir en este espacio es que he ido a defender esta postura en el Congreso de Estados Unidos, el Parlamento Europeo, en la Asamblea Nacional francesa, en las Naciones Unidas y ante el primer ministro polaco, Morawiecki.
Somos nosotros, en Ucrania, quienes tenemos las respuestas a estas preguntas.
Corresponde a los dirigentes occidentales, no a Zelenski, acelerar este resultado para salvar vidas.
Y la clave, la única clave, son los aviones de combate, los misiles de largo alcance, los drones tipo Reaper, todo ese armamento que aún dudamos si entregar o no.
O bien nos zafamos y seguimos ayudando con cuentagotas. Así seguiremos el camino del «incremento progresivo» que Raphaël Glucksmann demostró en El gran enfrentamiento que lo único que significa es que iremos de manera sistemática con retraso y, por ende, la guerra durará más.
O bien cambiamos de paradigma; dejamos de tratar a Zelenski como un mendigo cuyas exigencias hay que rebajar; comprendemos de una vez que entregarle esas armas no es un regalo, sino un acto de autodefensa; y equipamos a Ucrania, si podemos, tal como necesita y como pide para que salga victoriosa frente al enemigo común. Entonces, todo irá rápido y la guerra terminará.
Es necesario que esto quede claro: la paz, el cese de las masacres, las vidas inocentes que serán segadas mañana, pasado mañana y el de más allá… Todo caerá de nuestro lado si nos empecinamos en seguir el camino de la ayuda dosificada, progresiva y, a fin de cuentas, retenida.