ARCADI ESPADA, EL MUNDO 07/09/13
Querido J: Aun a tu retiro habrá llegado el crac de la llamada cadena catalana, esta costellada de brazos que preparan los nacionalistas para el próximo miércoles 11 de septiembre de 1713. Que una cadena se rompa antes de formarse es uno de esos insólitos oximorones catalanes, como el pan con tomate, el pollo con cigalas o el sentido del Estado catalán. Cosas que si no llaman al respeto, al menos llaman.
El responsable de la rotura, su primer eslabón, ha sido el presidente de la Generalitat, Artur Mas. No porque días atrás anunciara que sólo formaría parte espiritual del espectáculo, una práctica ya habitual en su carrera política. No. El crac lo han provocado otras palabras más recientes, del jueves por la mañana en la radio pública, en las que descartó la posibilidad de una convocatoria unilateral de referéndum y emplazó el hervor nacionalista a 2016 y las elecciones que entonces habrán de celebrarse Dios dirá. Esas palabras suponen la adhesión del presidente a la ley y al sentido común, extraños compañeros de viaje en su gestión, y como tal deben ser celebradas. Pero es evidente que tendrán un impacto negativo sobre el ánimo de los participantes, incluidos los participantes más graciosos, como esos comunistas que se van a sacrificar y van a alargar más el brazo que la manga, «porque otra cosa sería quedar lejos de la realidad y de la gente».
La cadena humana sólo obedece a la representación de la política de hechos consumados que Mas ha venido practicando. Habrás observado que he escrito representación, porque ni siquiera a ti, lejos e indolente, se te habrá escapado la evidencia de que respecto a los hechos consumados el presidente se ha limitado siempre a su mero anuncio. Pero, y siempre sin salirnos del ámbito de la representación, su declaración del jueves tiene importancia porque ante la inminencia de la grandiosa representación encadenada, niega el hecho consumado del que la representación va a ser anuncio. En paladino román: deja a los convocantes colgando de la brocha.
La cadena humana fue ideada como un spot del llamado derecho a decidir, que fijaría de manera plástica el ámbito territorial y moral donde iba a ejercerse: es decir, esa geografía tan real como imaginaria que va de la francesa Salses a la alicantina Guardamar. Las declaraciones de Mas rechazando el referéndum unilateral son, así, un rechazo del folklórico derecho que ha nutrido su política y se aviene a dar la razón a los que han sostenido que los catalanes ya ejercen su derecho en las convocatorias electorales. Desvincular el derecho a decidir del referéndum supone un viraje estratégico irrevocable y deja la cadena humana reducida a una melancólica kermesse de finales de verano. Inútilmente se argumentará que Mas propone unas elecciones plebiscitarias como opción de ruptura aún más radical; unas elecciones que tras la victoria de los miembros del Eje nacionalista darían paso a la proclamación unilateral de la independencia.
¡Quia!
Es de todo punto improbable que alguien que no ha sido capaz de convocar una pregunta ilegal se atreva con una respuesta ilegal.
Alojar en el limbo de 2016 la pasión soberanista (tres años en la política contemporánea son como los 300 que van desde 1714: ninguna previsión tiene mayor sentido) va a permitir que el presidente Mas trate de encontrar lo que busca con desespero desde que se dejó ir: una salida que concilie el principio de la realidad con su dignidad política. Uno de los ejercicios favoritos de los periodistas, y que revela en el fondo su naturaleza vicaria, es tratar de ponerse, ellos, que describen las decisiones, en el lugar de los que toman las decisiones. ¿Y si yo fuera el presidente? Como bien sabes, querido amigo, estos ejercicios tienen en ocasiones una materialización perversa, porque el periodista presenta sus conclusiones en el periódico como si fuesen en realidad las conclusiones del político. Y aún más notable todavía: cuando algunos políticos las leen en los periódicos se aprestan a ponerlas en práctica (¡qué buena idea!) o, lo ya verdaderamente supremo, las reconocen como propias con un aire de superioridad satisfecha. Aceptado el juego sin perversiones, creo que Mas sólo tiene una posibilidad, al margen de la desaparición política pura y simple. La de ofrecer a Rajoy su no a la independencia a cambio de celebrar algún tipo de consulta popular. De aquí hasta las elecciones autonómicas, Mas y su Gobierno habrían de negociar exitosamente con el Gobierno del Estado: en especial, el asunto eterno de la financiación autonómica y quizá algún cambio de orden institucional y político más o menos luminoso.
Es así que podrían presentar su no a la independencia como el resultado no sólo de su tópico pragmatismo, de su responsabilidad tan acendrada, sino también de un cambio sustancial en la política española que se reflejaría, precisamente, en la propia convocatoria de una consulta que plasmaría lo que ha sido la ambición principal del nacionalismo: el reconocimiento del derecho catalán a la decisión. Convencer a la opinión pública catalana sería mucho más fácil que hacerlo con el Gobierno. ¡Por la opinión pública catalana no hay problema! Pero el Gobierno del Estado no aceptaría con facilidad una pérdida de soberanía. En este punto, la consulta tendría que alcanzar un grado suficiente de ambigüedad interpretativa, transigible para las partes. Y el Gobierno debería contar con la certeza de un resultado indiscutible, favorecido por la actitud inequívoca de CiU, y la garantía de que en décadas no se volvería a plantear nada semejante. Ni que decir tiene, mi querido amigo, que todo eso podría planteárselo Mas dado que yo no seré, probablemente, su interlocutor. Porque puesto yo en presidente del Gobierno (que nada me arredra), consulta ni la de la Diagonal. Pero, en fin, a veces hay que trascenderse.
No puedo saber si el presidente Mas tiene todo esto en la cabeza. Pero es lo único que puede tener si quiere intentar salvarla.
Sigue con salud
ARCADI ESPADA, EL MUNDO 07/09/13