Ignacio Camacho-ABC

Lo que está en juego no son uno o dos escaños vascos sino un proyecto unitario de mayor escala y alcance más largo

La convergencia del Partido Popular y Ciudadanos es o debería ser para el centro-derecha una prioridad estratégica. Simplemente, porque no va a volver a ganar en España mientras siga dividido en tres fuerzas. Cosa distinta son las autonomías, cuyos sistemas electorales abren mucho más el espectro de representación por provincias. Por eso es lógico que Feijóo se resista a una coalición en Galicia, donde Cs casi no existe y el PP es una marca consolidada con capacidad suficiente para obtener por sí sola la mayoría. Pero también tiene lógica que el proceso de unidad comience de abajo hacia arriba para que pueda alcanzar cierto grado de consistencia política. Es importante, además, que los partidos liberales se agrupen para formar masa

crítica y evitar que Vox capitalice con su retórica combativa la oposición al Gabinete socialcomunista, posibilidad que la alianza gobernante contempla como un auténtico seguro de vida. Desperdiciar la actual oportunidad de confluencia sería algo más que un fracaso: un error suicida.

Esto es lo que no ha entendido un sector, tal vez mayoritario, del PP vasco, acostumbrado a moverse en un horizonte más bien bajo. Que la cuestión no consiste en sumar o restar allí uno o dos escaños, sino en poner en marcha un proyecto de visión más larga y mayor significado que no será posible sin un ejercicio de generosidad con Ciudadanos. El camino unitario implica un coste, unos sacrificios necesarios que Alfonso Alonso no ha comprendido en el fragor del desencuentro orgánico. La vida interna de los partidos desarrolla mecanismos endogámicos de resistencia ante cualquier atisbo de intromisión ajena, y no es fácil que militantes y dirigentes se avengan a compartir esas pequeñas prebendas que son los puestos de salida después de una tarea de desgaste intensa. Tampoco la relación con la dirección nacional ha sido fluida ni abierta. Pero decisiones como ésta corresponden a la cúpula de la calle Génova, y si se convierten en una cuestión de autoridad, hay que imponerlas. Existe un riesgo objetivo de que la candidatura común acabe perdiendo algún diputado; sin embargo, la rentabilidad del pacto no se medirá en términos inmediatos sino en su influencia para cuajar una asociación más amplia y más sólida a medio plazo.

Éste no es un debate sobre la foralidad vasca, ni siquiera sobre el pluralismo del PP o sobre su concepto de la diversidad de España. Tampoco de una maniobra táctica a pequeña escala. Se trata de reagrupar una opción ideológica y social atomizada con consecuencias nefastas. Ningún líder responsable rechazaría un capital político como el que ofrece Arrimadas: una organización de cuadros moderados, surgidos de las élites urbanas y dispuestos de mejor o peor gana a sumarse a un modelo de mayor relevancia. Cualquier ajedrecista sabe que en una partida complicada hay que sacrificar a veces una pieza secundaria.