Después de todo lo habido, hará falta un relevo en el nacionalismo catalán. Y un replanteamiento general del mismo.
UN portavoz del PP ha pedido a Durán i Lleida que devuelva su pasaporte diplomático y dimita como presidente de la Comisión de Exteriores del Congreso. Ya era hora de que el partido en el Gobierno dijera algo sobre el disparate que supone que presida la comisión de Exteriores del Parlamento del Reino de España un autoproclamado traidor que utiliza todos los recursos a su disposición para ayudar a causar daño al Estado dentro y fuera de su territorio. Con objeto expreso de destruirlo. Nada ha dicho. Ahí sigue con esa inefable pose hipócrita que sólo el dontacredismo patrio ha podido interpretar tanto tiempo como moderación o elegancia. Hoy la situación con Durán viene a ser la que se habría creado de haber permitido el PP que entraran en la Comisión de secretos oficiales del Congreso representantes de Esquerra Republicana, de Amaiur o cualquier otro grupo de enemigos declarados del Estado y colaboradores con el terrorismo que con tanta deferencia por lo demás tratamos.
Aquel extraño gesto de sentido común de impedirles el acceso a la información más confidencial y sensible para nuestra seguridad fue criticado como una ofensa al nacionalismo catalán. Hoy sabemos que la deslealtad y las ganas de hacer daño a la convivencia nacional no es una prioridad ya solo para esos radicales del nacionalsocialismo de ERC, sino también para los supuestos moderados de un nacionalismo definitivamente echado al monte. Quienes quieren destruir nuestra patria común y libertad son nuestros enemigos. Al anterior presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero y al —aun hoy, inexplicablemente— presidente del Tribunal Constitucional, al juez socialista Pascual Sala, debemos que los máximos enemigos del Estado estén integrados en nuestras instituciones. Y se beneficien de instalaciones, informaciones y dineros del Estado para sus fines. Que no son otros que sabotear este Estado hasta que desaparezca.
Desde las bases de datos de la Diputación guipuzcoana a los censos vascos y catalanes, desde los pagos a partidos a los dineros oficiales que fluyen por los conductos controlados por los nacionalistas, todo son recursos del Estado que se facilitan graciosamente a los enemigos del mismo. Esos son los enemigos más sinceros. Los que siempre dejaron claro que su objetivo es destruir España y su democracia. Pero esta revuelta requiere ahora una serena pero firme respuesta de la España constitucional. Que está en plena inmersión en este otoño de 2012 en la marmita de la pócima del sentido común. Forzada por la brutal realidad.
Del baño habrá de salir libre de todo complejo para establecer unas reglas que, como en el resto de los países europeos, impidan la labor de sabotaje de los enemigos del Estado. Desde la ley electoral a la educación o la protección de los símbolos del Estado, España tiene que hacer, después de esta experiencia traumática, unas reformas profundas para equipararse por fin a las demás democracias europeas. Estos cambios profundos en nuestra democracia deberían gozar del apoyo de los grandes partidos. Si la deplorable situación de los socialistas no lo permite, los españoles los ratificarían en referéndum.
La nueva situación requiere una nueva perspectiva. Porque el nacionalismo catalán, que se ha embarcado en el delirio con Artur Mas, tiene que retornar a la convivencia en la sociedad abierta cuando acabe esta aventura. Después de todo lo habido, el actual presidente de la Generalitat catalana tiene menos futuro en la política que en la Liga Profesional de Halterofilia. Hará falta un relevo en el nacionalismo catalán. Y un replanteamiento general del mismo después de una insurrección institucional que los ha convertido también a ellos en enemigos. Para todos ellos habrá que diseñar un camino jamás recorrido hacia las lealtades básicas.
Hermann Tertsch, ABC 20/11/12