ABC-LUIS VENTOSO

La plomada separatista copa esfuerzos que España debería dedicar a otros debates

DESDE hace tres años, nuestro debate público está copado casi al completo por las quejas victimistas, los seriales de enredo y las amenazas del nacionalismo catalán. Todos los días. A todas horas. Es cierto que se trata de una región muy importante, de 7,5 millones de habitantes, la que más aporta al PIB nacional junto a Madrid, suponiendo cada una alrededor de un 18%. También es verdad que además Cataluña tiene tras de sí una historia rica y fructífera, que es una potencia turística y cultural y que fue locomotora de progreso y modernidad en España (hasta que se estancó precisamente por la mixtificación xenófoba). Pero el debate catalán está sacado de quicio. Ocupa muchísima más atención de la debida. Lo sabe la opinión pública, manifiestamente saturada. Lo saben los comunicadores radiofónicos, que hace tiempo que han recibido consignas para reducir la cuota catalana, pues la audiencia cae ante la dosis diaria de plomada.

Cuando España haga inventario del coste de la crisis separatista, no habremos de consignar tan solo que intentaron destruir nuestro país y sus leyes, sino también que nos obligaron a dilapidar enormes cantidades de energía merecedoras de otro fin. El aniversario de los atentados islamistas en Cataluña ha resultado paradigmático. Debido a la anomalía separatista, todo se ha centrado en si Torra y otros radicales iban a lograr tender una celada al Rey. Nada se ha debatido sobre lo medular. ¿Por qué se radicalizaron aquellos jóvenes, dónde y cómo? ¿Qué se está predicando en las mezquitas españolas? ¿Tenemos presente en los programas anti-radicalismo que tanto los asesinos de la matanza de Atocha como los de Las Ramblas eran casi todos marroquíes? ¿Es adecuado que una policía tan cuestionada como los Mossos siga ostentando mando autónomo en la lucha antiterrorista, o por lo delicado y multirregional de la materia debe estar a cargo de un mando estatal?

Supone también un agravio que nada se hable de los problemas de otras regiones, mientras que Cataluña, históricamente multiprimada por el Estado, ocupa los titulares con las amenazas e insultos separatistas, las cumbres bilaterales y sus demandas insaciables por definición (por ejemplo: en toda España hay autopistas de peaje idénticas a las que las que provocan airadas quejas catalanas; con la diferencia, eso sí, de que Cataluña ya disfrutaba de esas vías cuando otros las veían como una utopía). Deberíamos estar debatiendo si el modelo de subsidios andaluz debe ser revisado para desperezar de una vez a una Andalucía llamada a ser la California española. Tendríamos que remediar la financiación pírrica de Valencia. Urgiría abordar la espada de Damocles del desierto demográfico del Noroeste, o el drama sordo de la dulce regresión de Asturias. O mejorar con premura –y exigencia– la calidad de nuestra educación de élite, o de nuestra enquistada justicia, o la enseñanza de idiomas. Y, por supuesto, situar en primerísimo plano el lacerante problema del estancamiento salarial. Pero no hablamos de eso. Ya solo nos parece importante la enésima mamarrachada de Torra y Puigdemont.