Joseba Arregi-El Correo
Las bases mentales de la cultura moderna han hecho desaparecer el sentimiento de ser seres que no se han producido a sí mismos
A finales del confinamiento y al inicio de la desescalada un periodista de un medio digital entrevistó a un comentarista político preguntándole si la pandemia no había puesto de manifiesto la fragilidad del ser humano, y si los hombres no se habrían vuelto conscientes de dicha fragilidad. El comentarista respondió diciendo que había señales que indicaban que era cierto que los ciudadanos habían percibido la fragilidad de la vida humana, pero que la conciencia de la fragilidad había sido anulada al instante por la fe en la ciencia, en la tecnología, en los expertos y, en último término, en la vacuna que lo iba a curar todo.
Parece evidente que la aparición del Covid-19 y su expansión aún no controlada, con las consecuencias de contagios, ingresos hospitalarios y muertes, más la profunda recesión económica que estamos viviendo, ha supuesto una tremenda sacudida de los fundamentos culturales de las sociedades actuales. Unas sociedades asentadas en la idea del crecimiento continuado, del bienestar que nunca puede ir a menos, de la confianza total en el sistema tecnocientífico, en las posibilidades del ser humano de avanzar siempre, de no retroceder nunca, de superar todos los obstáculos que encuentre en el camino.
Esa fe en su propio poder puesto ya de manifiesto en los comienzos de la modernidad por Francis Bacon y su doctrina del nuevo órgano, la ciencia y la tecnología, capaz de destruir los ídolos antiguos que obstaculizaban el avance del conocimiento y de imponer el imperio del hombre en la naturaleza hasta corregir todos los fallos de la misma, ha conformado la mentalidad moderna. En esa fe se inscriben anuncios de que la vejez pasará a ser una enfermedad curable gracias a las ciencias biológicas y médicas, de que es posible prolongar la vida hasta límites insospechables, dando a entender que la propia muerte podrá ser superada.
No hay salvación, solo queda la nada sin sustento después de haber decretado la muerte de Dios
La pandemia podía haber sido una oportunidad para repensar los fundamentos de esa mentalidad pseudocientífica, para volver al principio científico de la duda, para recordar las críticas del sistema tecnocientífico. Pero parece que la oportunidad va a pasar de largo y que seguiremos con las mismas categorías mentales. La ciencia descubrirá ahora la vacuna, mañana lo que haga falta hasta que al final todos los misterios y secretos queden desvelados, olvidando que cuanto más se sabe más crece el horizonte de lo desconocido. En cualquier caso, no parece que los hombres modernos vayan a redescubrir la fragilidad del ser humano, no parece que vayan a aprovechar la irrupción de la enfermedad pandémica del coronavirus para abrir una puerta, por pequeña que sea, a la conciencia de la fragilidad propia al ser humano.
Las bases mentales de la cultura moderna que están enraizadas en una confianza ciega en el sistema tecnocientífico han hecho desaparecer de la mentalidad moderna el sentimiento de ser criaturas, de ser seres que no se han producido a sí mismos, que no se han dado la vida a sí mismos, sino que la han recibido, que la vida está entre dos polos desconocidos e incontrolados, el nacimiento y la muerte. Ser criatura implica ser contingente, no ser necesario, pertenecer más al mundo de la casualidad que al mundo de la necesidad. Pero el hombre moderno no acepta ser criatura y anhela ser su propio dios, su propio creador, anhela pensar que, al menos en el futuro, algo así será posible y que, como por arte de magia, ese milagro le será aplicable retrospectivamente.
La cultura moderna que comienza proclamando la muerte de Dios no termina de hacer la debida digestión de esa decisión, y busca apropiarse de los predicados que antes se decían de Dios: creador, omnipotente, omnisciente, providente, salvador. No es capaz de vivir el ateísmo de verdad: no hay Dios, no hay dioses, no hay perfección, no hay omnipotencia, no hay providencia, no hay salvación, solo queda la fragilidad pura y dura, la contingencia sin necesidad de ninguna clase, la nada sin sustento después de haber decretado la muerte de Dios. En este sentido interpreta Heidegger la doctrina de Nietzsche del mito del eterno retorno: es la luz deslumbrante del mediodía, ese momento en el que la luz del sol no proyecta ninguna sombra, en el que todo es luz, y el hombre lo es todo, sin nada que le haga sombra. La vida es plena a la luz del mediodía sin que ninguna muerte pueda hacer la más mínima sombra.
Analizando la figura del extranjero, la psicoanalista y filósofa Julia Kristeva escribe en su libro ‘Étrangers à nous-mêmes’: Una herida secreta, muchas veces desconocida para él mismo, impulsa al extranjero a errar por la vida. En su opinión todos somos extranjeros a nosotros mismos, aunque no lo sepamos o nos empeñemos febrilmente en esconderlo. En la cultura cristiana que ha formado la base sobre la que se ha construido la modernidad, en cambio, se le cantaba a la Virgen -en cuyo honor se entonará en agosto la Salve-, hablando de la fragilidad humana, diciendo que los hombres somos ‘exules filii Evae’, exiliados hijos de EVA.