- Lo extraordinario de este asunto es la facilidad con la que un magistrado del máximo nivel haya podido poner su dignidad y su carrera en manos de un político bajo sospechas de corrupción familiar más que sórdidas. Yo, de verdad, no logro entender que la sumisión de un jurista pueda llegar tan lejos
«El fiscal general del Estado podrá impartir a sus subordinados las órdenes e instrucciones convenientes al servicio y al ejercicio de las funciones, tanto de carácter general como referidas a asuntos específicos».
En el artículo veinticinco de la ley que regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal no cabe un átomo de ambigüedad. Todos los fiscales en España –todos– actúan por delegación jerárquica y escalonada del vértice que ostenta el fiscal general del Estado. Hasta el más nimio detalle. Hasta la prolija precisión que, de inmediato, ese Estatuto enumera: «Los miembros del Ministerio Fiscal pondrán en conocimiento del fiscal general del Estado los hechos relativos a su misión que por su importancia o trascendencia deba conocer… El fiscal que reciba una orden o instrucción concerniente al servicio y al ejercicio de sus funciones, referida a asuntos específicos, deberá atenerse a las mismas en sus dictámenes».
Ese fiscal general, al que la ley erige en todopoderoso rector de la Fiscalía tiene, sin embargo, un humillante talón de Aquiles. El presidente del gobierno no tuvo pudor alguno en proclamarlo: «Y la Fiscalía, ¿de quién depende…? Pues ya está». La Fiscalía depende del fiscal general. Al fiscal general lo nombra el gobierno. En el gobierno manda su presidente… «Pues ya está». En España, a través de su privado fiscal general, todo presidente del gobierno puede permitirse el lujo de mandar en los fiscales. Si quiere hacerlo. Lo que es lo mismo: de violar legalmente el principio inviolable de la autonomía del poder judicial. Porque la Fiscalía es —en la misma medida que la judicatura— poder judicial.
Cuando un fiscal general se ve abocado a sentarse en el banquillo de los acusados, algo rarísimo se produce. La acusación contra aquel que posee el poder absoluto sobre todos y cada uno de los fiscales habrá de ser ejercida por uno de esos subordinados suyos que están obligados siempre a hablar en su nombre y aplicar su criterio. El disparate va mucho más allá de lo jurídico. Para ser un atentado contra la elemental lógica: yo, fiscal general —«en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley», dicta el artículo primero del Estatuto—, ejerzo y garantizo la acusación contra mí. Y que a nadie le dé la risa. Lo que la estrategia de Álvaro García, bajo mandato inflexible de Pedro Sánchez, plantea es exactamente eso: una burla.
¿Por qué se somete a un magistrado —y por qué se somete un magistrado— a semejante humillación y a un tan deshonroso ridículo? No hay más que una respuesta. Está en el calendario.
Allá por el mes de marzo de 2024, cuando el presunto delito del fiscal general se produce, todo el país está conmocionado por la trama de corrupción tejida en torno a la esposa del presidente del gobierno. Moncloa maquina la operación perfecta: hacer caer sobre su más odiada adversaria política, Isabel Díaz Ayuso, idéntica sospecha a la que acaba de caer sobre Pedro Sánchez. No basta para eso que sobre el cónyuge de la presidente madrileña se cierna la amenaza de Hacienda. Es necesario que la prensa amiga haga resonar al máximo volumen el acontecimiento. Y eso sólo es posible hacerlo mediante violación del secreto sumarial.
El juez instructor, Ángel Hurtado, tras más de un año de investigación, ha concluido que esa violación fue obra directa del fiscal general, Álvaro García Ortiz, por encargo de Presidencia y contando con la complicidad de la fiscal Pilar Rodríguez. El fiscal general —hecho sin precedentes— queda procesado. Sin más horizonte, ya que el de verse sometido a vista oral desde el banquillo.
Lo extraordinario de este asunto es la facilidad con la que un magistrado del máximo nivel haya podido poner su dignidad y su carrera en manos de un político bajo sospechas de corrupción familiar más que sórdidas. Yo, de verdad, no logro entender que la sumisión de un jurista pueda llegar tan lejos. Pero, ¿quién lograría sondear las tinieblas de un alma humana?