José luis Zubizarreta-El Correo

Desde hace, al menos, cuatro años el país vive ensimismado en sus cuitas particulares, cuando en el mundo están ocurriendo transformaciones de calado

Dos acontecimientos acapararán, esta semana entrante, la atención europea y mundial respectivamente. La toma de posesión y puesta en marcha, en Bruselas, de la nueva Comisión, y la celebración de la cumbre sobre el clima que se celebrará en Madrid tras la renuncia de Chile. En otras circunstancias, habrían sido el tema preferente de la ‘conversación nacional’ también en nuestro país. En las actuales, y hasta el momento, han pasado desapercibidos. Son dos ejemplos que podrían multiplicarse. Desde hace, al menos cuatro años, la opinión pública española vive ensimismada en sus pequeñas cuitas particulares, incapaz de interesarse de otras, en parte, por la incompetencia de su clase política para gestionar la complejidad que, elección tras elección, le presenta la voluntad popular. Y, ensimismado como está, el país crece día a día en insignificancia de cara al resto del mundo.

El ensimismamiento es contagioso. También nuestro pequeño país, hasta ayer encantado con unos políticos dedicados a gestionar las tareas que les dicta la vida diaria del ciudadano, comienza a temer un nuevo ciclo en que nuestras eternas obsesiones en torno a la identidad nacional y sus supuestos derechos inalienables se introducirán en el debate cotidiano para no abandonarlo hasta que se consuma previsiblemente en la nada más frustrante al final de la próxima legislatura. Cuatro años, pues, atravesando un túnel del tiempo que nos transportará al pasado. Lo del jueves en el Parlamento, con ese debate tan manoseado como estéril sobre el derecho a decidir y asuntos aledaños, fue sólo el aperitivo de lo que va a ser el menú del día en cuanto los expertos entreguen sus conclusiones sobre la reforma del Estatuto. ¡Atiborrados estaremos para cuando dé inicio, si es que no lo ha dado ya, la carrera hacia las próximas elecciones autonómicas! El espectáculo que hasta ayer nos asombraba en la política española será el que se nos represente también en la nuestra.

No se trata además de algo pasajero. Tiene todo el aspecto de estar aquí para quedarse. Las negociaciones para la formación del gobierno progresista que se nos promete no parecen, en efecto, ofrecer garantía alguna de ruptura con este pasado de ensimismada inestabilidad. No es preciso compartir el alarmismo que siembran quienes aborrecen de cualquier gobierno de izquierdas para admitir que la dependencia en que acabará el ejecutivo que se forme respecto del independentismo no promete certezas. Dialogar, negociar y pactar con el secesionismo cuestiones extragubernamentales es necesario, pero hacer depender el gobierno de aquel con quien se dialoga, se negocia y se pacta tales cuestiones no es lo más prudente. Los republicanos mueven sus piezas en dos tableros -el catalán y el español- y siempre supeditarán el resultado de la partida que se juega en este segundo al logro de la victoria en aquel primero. La amenaza de abandono en el trascurso de la legislatura no dejará nunca de hacerse presente y se utilizará como chantaje para nuevas concesiones. Todo dependerá en el Congreso de lo que a ERC le venga bien o mal en la batalla que libra con los posconvergentes por la hegemonía en el Parlament. Por no mencionar el hecho de que la afinidad que, sobre este asunto, tienen los republicanos con UP es mucho mayor que la que los une al PSOE e introducirá, por tanto, en la coalición fricciones desestabilizadoras.

Paradójicamente, el PSOE ha concedido a ERC en esta negociación la posición dominante. Son los republicanos los que exigen y los socialistas los que ceden. Podría haber sido al revés. Y es que la necesidad que aquellos tienen de la coalición progresista no es menor que la que los coaligados muestran respecto del apoyo de los republicanos. La perspectiva de un gobierno condicionado por la derecha o incluso de un no-gobierno sería, en efecto, para ERC un muy mal negocio. Confrontar, pues, a los republicanos con una abstención a cambio de nada habría sido una táctica, aparte de más barata, no menos eficaz. En todo caso, no implicaría mayor riesgo que el que se corre con un pacto plagado de peligrosas cesiones y sin garantía de perdurabilidad. Los negociadores se han metido en un enredo del que difícilmente podrán salir indemnes. Y, de paso, habrán aumentado la zozobra en que vive el ciudadano. El ensimismamiento de la política y la insignificancia del país se consolidarán en un momento en que lo importante ocurre ahí fuera.