Eduardo Uriarte-Editores

Lo que le faltaba a nuestro pernicioso sistema partitocrático era la llegada del populismo con su estrategia fundada en el odio para ver el derrumbe de la Constitución del setenta y ocho. Así ya podemos contestar a nuestro Zabalita particular que fue entonces, cuando llegó el populismo al poder, cuando se jodió todo.

Mientras se guardaron las formas, los buenos usos democráticos, se dejaba gobernar a la lista más votada, se guardaban las apariencias y existía la mínima connivencia interpartidista que toda comunidad democrática necesita, el sistema del setenta y ocho sobrevivía, aunque fuera con achaques y remiendos. Pero llegó la etapa del NO es No, del Gobierno copando todo poder, espacio y mensaje, comportándose como Gobierno y oposición de la oposición a la vez, y legislando tan mal o peor que un tránsfuga solitario del grupo mixto. Y, para colmo, avisando amenazante a la derecha de que nunca gobernaría -lo dijo rechinando los dientes Pablo Iglesias-… El edificio está para ser declarado en ruina total.

No hay por donde cogerlo, hasta parece comprensible que la gente en la periferia busque por su cuenta, por la vía del nacionalismo, su camino, sea en Cataluña o Euskadi, y que hasta en Murcia se lo acaben pensando, pues la España del populismo resulta despreciable. La política nacional, eso que hace que todo funcione y sea referente para la ciudadanía, es deprimente. Hemos llegado a esto a pulso, de unos más que otros, pero de todos, sin nadie que diga que hay que parar. Cuántas decisiones inconstitucionales hemos tenido que soportar, cuántas leyes mal hechas, cuánto favoritismo a los aliados antisistema, cuánto desprestigio y ataque a los tribunales y jueces, cuánto muertos en la pandemia, cuánto empobrecimiento. Y en vez de cualquier atisbo de corrección se opta por la vía de la dictadura populista: por copar todos los poderes.

Sólo cuando el nacionalismo catalán explotó salió alguien – la excepción- a poner orden. Luego, la llegada del líder del populismo barrió todos los poderes y todo lo que impidiera que la quiebra de la secesión no fuera reconducida. Lo que queda del sistema político se mueve entre sustos y escándalos, búsquedas de enfrentamientos y problemas innecesarios para demostrar la necesidad del caudillaje como futuro modelo a seguir, aunque se encubra ese modelo con la fachada barata de cartón piedra de una farsa democrática. La necesidad del presidente de Gobierno de mantener la agresión continua a su oposición -hasta en Davos- lo prefigura como el dictador del porvenir. Bien jodido, Zabalita. Todos bien jodidos. A sabiendas, incluso, por los sabios de la izquierda conocedores de Latinoamérica que los populismos acaban en dictaduras caudillistas.

El populismo se introdujo en el sistema con enorme facilidad hasta la cumbre del poder. Desde sus infantiles orígenes en asambleas universitarias se introdujo en un espacio político copado por el abusivo monopolio de los partidos y una dinámica creciente de enfrentamiento, ajeno a la sociedad civil que lo apaciguara y lo orientara hacia la realidad. La partitocracia  fue invadida por el populismo no sólo sin resistencia sino como salida para muchos de sus protagonistas como solución a su orfandad ideológica y de proyecto político tras los traumáticos cambios y crisis padecidas en las dos últimas décadas. Especialmente la izquierda, noqueada tras la caída del muro y con origen en el enfrentamiento de la lucha de clases (aspectos que el fascismo de derechas también posee), fue especialmente receptiva al nuevo derribo del sistema que le brindaba el populismo.

Porque, desde hacía tiempo podíamos descubrir, mientras la gente se conformaba con decir que todos los políticos eran iguales y que no les preocupaba los problemas del pueblo, que la partitocracia era una formulación creada por nuestros partidos no para servir los intereses generales de la sociedad, ni siquiera los pequeños problemas, como el tren a Extremadura, sino para alcanzar el poder cada uno de ellos por su cuenta, aunque para ello la dinámica resultante fuera cada vez más agresiva y destructiva y estuviera a la espera de la más aberrante ideología como tal ha sido la del populismo. De la partitocracia al populismo, ahí se jodió, Zabalita.

Por eso que no haya incauto que se conforme con echar del poder a Sánchez -que no sería poco- porque el daño producido es de quiebra del sistema, sino que debiera emprender  la colosal tarea de apuntalar el edificio constitucional derruido. Seguir la traza marcada en estos últimos años prorroga esta inestabilidad destructiva. Para ello sería necesario recuperar el sentido y la iniciativa de la Transición.