FERNANDO VALLESPÍN-El País

  • Que abandonen toda esperanza quienes todavía confían en una presentación más o menos racional de las propuestas electorales de los dos grandes partidos

La disputa sobre el aborto en la Comunidad de Castilla y León fue algo más que una anécdota; muestra a las claras cuál va a ser a partir de ahora la estrategia de Vox cara a toda la serie de elecciones a la vista. Primero, que este partido no desea convertirse en el tonto útil del PP; es decir, recoger votos de los más radicales de la derecha para entregárselos después al partido de Feijóo sin imponerle condiciones onerosas. En segundo lugar, que su campaña se montará sobre “guerras culturales”, aunque más propiamente habría que calificarlas de “guerras identitarias”. Como al otro polo de la izquierda le pierde también este tipo de cuestiones, vamos a seguir con el raca-raca de la política abortista, la cuestión de los trans, o cuál sea el feminismo “verdadero”. Esto se suma, como es obvio, a nuestra familiar disputa territorial, la cuestión de las esencias patrias. Lo que nos espera, pues, es mucha, demasiada, metafísica: quién representa mejor el “ser” de alguien; cuáles son las auténticas posiciones moralmente correctas. La dinámica entre lo woke y anti-woke típica de la polarización estadounidense ya la hemos hecho nuestra. La verdad es que da mucha pereza.

Que ahí sea donde se sienten cómodos los extremos es algo hasta lógico y natural; lo malo es que va a salpicar a todos los demás. A la vista de la eufórica reacción del PSOE ante el espectacular resbalón de Mañueco, queda claro que su principal arma para promover la movilización de la izquierda es agitar el fantasma de un gobierno de coalición entre PP y Vox. El señuelo de los conservadores puesto en práctica casi desde los inicios de esta legislatura es idéntico: si votas PSOE tienes que tragarte a todos sus comparsas, los Podemos, Bildu, ERC, etc. Como se puede observar, la competencia entre los dos grandes partidos no se va a dilucidar a partir de sus méritos respectivos, sino por la animadversión hacia las potenciales “compañías necesarias” de cada cual. Que abandonen toda esperanza quienes todavía confían en una presentación más o menos racional de las propuestas electorales de estos partidos; bajo las condiciones de la economía de la atención lo que acabará quedando en la retina del ciudadano común es el choque entre los odios respectivos; las pasiones negativas por encima de las consideraciones racionales. Los extremos marcarán la agenda de la campaña. O no. Dependerá del grado de autoestima que aún les quede a los dos grandes partidos. Después de cada elección pactarán con quien se preste a ello, la cuestión es cuál es la distancia que estén dispuestos a asumir respecto de sus extremos más díscolos durante la campaña, si bajarán a hacerles eco o, por el contrario, buscarán un perfil propio alejado del ruido y la demagogia.

Latour atribuía a Durkheim esa magnífica frase ilustrada de “sin racionalismo no hay república francesa”; los valores de la república ―de la democracia habría que decir―, exigen un enfrentamiento montado sobre la discusión racional, no sobre disputas metafísicas. Más que por sus éxitos electorales, que también, el vigor de los populismos se ha manifestado por su capacidad para contaminar todo el discurso político y por haber convertido la exigencia schmittiana del enfrentamiento existencial entre el nosotros y ellos en el principal punto de referencia para la autoubicación política. Los resultados están a la vista, instituciones degradadas y una pobre y poco pedagógica capacidad para reflexionar entre todos sobre los muchos desafíos que tenemos a la vista. El contra quién se combate se prioriza sobre el qué o por qué debemos de combatir. Esto es sobre lo que deseamos que se nos hable, sobre problemas concretos, no sobre la intrínseca maldad del adversario.