Hace un par de semanas, un triunfante Arnaldo Otegi se dirigía a su parroquia más entregada con un discurso cargado de términos semánticamente inequívocos, pero que en su boca y aspavientos quedaban desnaturalizados. El líder de la autodenominada izquierda abertzale expresaba con su habitual vehemencia que «el autoritarismo se disfraza ahora de defensa de la libertad». Más allá de contemplar esta máxima como un acierto o no, está claro que la frase de marras se les hace calcetín al darse la vuelta, a nada que miremos el recorrido político y social de esa parte de la sociedad encuadrada en la izquierda abertzale.
Miles de pintadas, pancartas y colgajos en ayuntamientos y fachadas de todo tipo donde se podía leer ‘askatu/askatasuna’, mientras se pavoneaban con rígido autoritarismo. Así se ha despachado el mundo de Batasuna durante varias décadas. Cuando pedíamos la libertad de una persona secuestrada -esa sí que estaba estrictamente privada de libertad por el autoritarismo-, ese mundo diseñó su ‘Euskal Herria askatu’, para mayor escarnio de la mayoría social del país. Y no pasó nada, podían decir lo primero que les venía a la boca y los demás debíamos callar o, si no, la represalia podía suponer la eliminación física. Así lo experimentaron varios periodistas, intelectuales, políticos… O sea, autoritarismo puro cercenando la libertad de quien no pensara ni actuara como ellos dictaban. Y ahora, Otegi acusa a los demás de autoritarismo. Es sabido que antes de cura uno trabaja de monaguillo.
Tratar de blanquear un pasado realmente oscuro en lo referente al compromiso con los derechos humanos provoca estas tremendas contradicciones. Una gran parte de la sociedad vasca se pregunta de qué van ahora estos. Pero el peso de la historia, las inercias, las resistencias y los frenazos a cualquier evolución hacia la reflexión crítica aparecen en sus comparecencias. Maddalen Iriarte, a cuenta de la campaña de odio contra la Ertzaintza, se despacha culpabilizando al propio Gobierno de lo que pueda suceder a los jóvenes de Ernai; o sea, la culpa siempre es del otro.
Por su parte, J. A. Urrutikoetxea ‘Josu Ternera’, en sede de la Asamblea Nacional francesa, también busca túnica blanca y declara que la banda terrorista ha puesto todo de su parte, unilateralmente, y están «al límite de esta vía para resolver las consecuencias del conflicto». Este hombre mezcla una vez más la violencia padecida y sus consecuencias con un supuesto conflicto de raíces políticas. Parece sugerirnos que todos los pasos que debía dar su entorno están dados y que el resto seguimos inmóviles. Añade, no sé si con ceguera o ironía, que «no se puede construir un país basado en el odio y la venganza».
Vaya. ‘Herriak ez du barkatuko’. Y al lado, una diana con un nombre en su interior. Cientos de veces en nuestros muros, balcones municipales, frontones, bertsodromos… Pero este hombre que presuntamente ordenó la voladura de una casa cuartel y hundió entre escombros para siempre a once personas, entre ellas cinco niñas, ahora se erige en cofrade del amor y azote del odio, y sin embargo, preso de su pasado, menciona una vez más -se le escapa- al «enemigo». Habla de justicia transicional como si de dos bandos enfrentados y equilibradamente dañinos se tratase.
Sabemos que Sortu se atraganta cada vez que se produce un ataque a una sede o en el portal de dirigentes políticos. No sabe conjugar el verbo condenar. De hecho, no quiere hacerlo y trata de embaucarnos con explicaciones bizantinas, peregrinas y albinas. Su pasado alegre y combativo de ‘jaia bai, borroka ere bai’ le pesa, pero le pesa porque realmente no quiere quitarse la losa de la legitimación que siempre ha dado a la lucha armada y a la kale borroka. Sucede que, con los mimbres de ese ayer, cuando no solo justificaban el asesinato sino que lo promovían, es difícil fabricar un buen cesto de convivencia. Entrampados en su pasado, llevan arrastrando los ecos de su discurso cargado de malos humos y de enfrentamiento social.
Pero si quieren, pueden. Solo necesitan hacer una sincera autocrítica, reconocer los horrores del pasado y buscar la fórmula para reconciliarse con el resto de la sociedad que les soportó muchos ataques, amenazas, afrentas y desprecios. Mientras no viajen con calma a su pasado, rebusquen entre sus muchas actividades cuáles fueron injustas y crearon dolor; mientras no quieran reconocer que coadyuvaron en la estrategia violenta de ETA y tensionaron la convivencia hasta límites máximos; mientras no regresen de ese viaje con un relato crítico, será muy difícil encontrar los modos de encajar una reconciliación razonable.
Ahora se cumplen diez años desde el primer encuentro restaurativo entre etarras arrepentidos y víctimas. Quienes lo vivieron en primera persona nos lo cuentan como una experiencia liberadora, para ambas partes. La izquierda abertzale repudió completamente esa vía. Pregunto: ¿le darían ahora una pensada? Y, además, ¿entienden que un ‘ongi etorri’ es una ofensa no sólo para las víctimas, sino también para muchos de todos nosotros y nosotras? Sería un buen inicio.
Otro día hablamos del Gobierno. Que también ese se las trae.