Sus señorías llevan auriculares para entender a otras señorías, españoles como ellos, que desdeñan entenderse en la lengua que hablan todos. 350.000 euros al año para que nuestros nacionalistas escenifiquen una de las ficciones que más les gustan: aparentar que desconocen la lengua común. A escote nada es caro.
Hay una cierta justicia poética en el tema que sirvió a Ramón Aleu, senador del PSC, en los alegres debates multilingües que Pajín introdujo en la Cámara Alta con una alocución en euskara, valenciano/catalán, gallego y castellano, demostrativa de que las tres primeras las hablaba peor. Habló Aleu del fracaso escolar, un fenómeno que debería estar entre las primeras preocupaciones de la clase política. Nuestros escolares, que forman eso que el triunfalismo gubernamental llama «la generación mejor preparada de la Historia», son carne de fracaso en las aulas, según se desprende reiteradamente del Informe Pisa.
Hay varias causas que lo explican. No es la menor que en los últimos 25 años hayamos tenido cinco leyes educativas y que los dos partidos que han gobernado hayan sido incapaces de pactarlas con el gran partido de la oposición; pero tampoco cabe despreciar el hecho de que en comunidades autónomas con dos lenguas cooficiales a los escolares se les impone como lengua de aprendizaje aquélla en la que son menos competentes. El Gobierno vasco dispuso que el 73,3% de los alumnos del modelo D (íntegramente en euskara) se examinara en español en las evaluaciones para el Informe Pisa de 2006. Habían notado que los alumnos del citado modelo de familias no euskaldunes rendían más en su lengua materna que en la propia.
España es una tetralogía de lenguas oficiales. Cada autonomía de fuste tiene dos: la común y la propia, que viene a ser la que peor hablan: el catalán para Montilla y el euskara para Ibarretxe, por ejemplo. Las cuatro lenguas eran requisito en los versos que Aresti dedicó al poeta Tomás Meabe: «Cierra los ojos muy suave, Meabe, / pestaña contra pestaña. / Sólo es español quien sabe, Meabe, / las cuatro lenguas de España». Pero a Gabriel Aresti tampoco hay que tomarle muy en serio en todos sus versos. Era un gran tipo, pero a veces se dejaba ir. El tirón de la casa de su padre, la llamada ancestral, es más fuerte que la responsabilidad de velar por la casa de sus hijos.
El primer efecto que la medida tiene ya sobre la Cámara Alta es visual. Sus señorías llevan puestos auriculares para entender a otras señorías por traducción simultánea, españoles como ellos, que desdeñan la posibilidad de entenderse en la lengua que hablan todos con parecida competencia. «Pero, jefe», preguntaban unos galos a su caudillo romanófilo, «¿para qué vamos a hacer un acueducto si el río pasa por medio de la aldea?», a lo que el interpelado respondía: «Un acueducto hace galo-romano». Los auriculares, dan un aire Estrasburgo al Senado, hacen galo-europeo. Es verdad que el presidente no ha predicado con el ejemplo; en la cumbre de la OTAN de Estambul de junio de 2004, se quitó displicentemente los auriculares para poder seguir a los distintos oradores en versión original sin subtítulos, que era en el inglés que él desconoce.
El rodeo, además, no va a ser gratis. 350.000 euros al año para que nuestros nacionalistas escenifiquen una de las ficciones que más les gustan: aparentar que desconocen la lengua común. El chocolate del loro, que se está volviendo diabético. Además, a escote nada es caro.
Santiago González, EL MUNDO, 19/1/2011