JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • El centro-derecha europeo debe aprovechar como gran activo su capacidad de elaborar una propuesta para toda la sociedad a la que las políticas de identidad atomizan
El centro-derecha sigue siendo, con diferencia, la primera fuerza política en la UE, también en la situación de fraccionamiento electoral que se registra en Europa y en la mayoría de sus estados. Sin embargo, esa posición claramente dominante en la política europea no libra a los partidos que se integran en ese gran espacio político de la obligación de afrontar serios desafíos, agravados por el impacto social y económico de la pandemia.

En general, el centro-derecha europeo ha sufrido una cierta centrifugación de sus componentes ideológicos. Los ingredientes conservadores, liberales y democristianos, las visiones más cercanas a la tradición del republicanismo cívico y las más orientadas a una visión más comunitarista de la sociedad han convivido con un alto grado de integración haciendo posible la atracción de amplios segmentos del electorado. Esa convivencia productiva de distintos ingredientes ideológicos y tradiciones políticas se ha hecho más difícil y lo que hasta hace poco era reagrupamiento ha dado paso a una tensión de fragmentación que pesa sobre las expectativas del centro-derecha.

Por otra parte, el duro impacto de las dos crisis económicas que se han sucedido sin solución de continuidad no sólo ha estrechado la base sociológica de la política liberal conservadora constituida por las clases medias, sino que ha ensombrecido las expectativas de ascenso social y de oportunidades de aquellas. Con ello se ha abierto la vía para el desapego hacia el sistema político, se ha puesto en cuestión lo que podríamos llamar el contrato social europeo, y el temor a la globalización, a la inmigración, a un mundo que parece desordenado y amenazante se ha instalado en capas del electorado que encuentran en los nuevos populismo la respuesta a sus temores, sus frustraciones o su necesidad de encontrar seguridad en la reafirmación de una identidad nacional, religiosa o étnica.

No se puede pasar por alto tampoco el hecho de que dos referencias fundamentales en la tradición política del centro-derecha se han desdibujado, por decirlo de manera suave. Una de estas referencias es el proceso de integración europea, a pesar de que, si algo han demostrado la crisis financiera y la actual derivada de la pandemia, es que la Unión ha establecido un marco de solidaridad y gestión compartidas sin las cuales este largo periodo de crisis habría adquirido una gravedad apocalíptica. La otra gran referencia global para el centro-derecha ha sido la relación transatlántica que ha unido a Estados Unidos con Europa desde la II Guerra Mundial. Esa relación se encuentra seriamente maltrecha e, incluso con la mejor voluntad para recomponerla ya expresada por Biden, queda un trabajo ímprobo por delante. Estados Unidos pasó del desinterés hacia Europa de la Administración Obama a la hostilidad de Trump, y del compromiso americano con el liderazgo global como potencia imprescindible al ‘America First’ replicado como lema por todos los populistas de derecha en sus respectivos países sin darse cuenta en su atolondrada admiración por un personaje tan atrabiliario como Trump de que lo que éste estaba formulando era un juego de suma cero respecto a los europeos.

Una oferta que integra el valor del orden con la libertad debe ser capaz de proyectarse en el futuro

Finalmente, son muchos los que auguran un cambio en la cultura política europea hacia la izquierda provocado por la ampliación del papel del Estado y el encumbramiento de lo público frente a las soluciones de mercado, como habrían avalado la lucha contra la pandemia y el sostenimiento de la economía y el empleo. Tal especulación parece muy discutible cuando ese ensanchamiento del papel del Estado se tiene que hacer a costa de un recurso masivo a la deuda, lo que ha conseguido contener las peores consecuencias de la recesión, pero remite al futuro -y un futuro próximo- una dolorosa resaca y una herencia generacional muy pesada.

La sensación -muchas veces, realidad- de distanciamiento de las generaciones más jóvenes y de un mundo en el que las cosas más interesantes parecen suceder en el espacio digital fuera de los cauces institucionalizados de la política agravan la impresión de los partidos tradicionales de que sus anclajes en la sociedad son más precarios, más débiles, frente a las oleadas del descontento y la impugnación, activa o silenciosa, de la democracia representativa. Como señala Anne Applebaum en su último libro, ‘El ocaso de la democracia’, «una generación de gente joven ve en las elecciones la oportunidad para mostrar su desprecio hacia la democracia votando a gente que ni siquiera finge tener ideas políticas». De ahí la proliferación con éxito en bastantes casos de candidatos extravagantes, que hacen ostentación precisamente de no ser políticos.

Applebaum señala tres acontecimientos que marcan la ruptura de este espacio político: la elección de Trump en 2016, el Brexit aprobado en referéndum ese mismo año y la aparición en Polonia del Partido de la Ley y la Justicia (PiS) como partido de Gobierno con un programa «iliberal». Se trata de tres propuestas populistas que han cosechado un notable éxito, pero que marcan la apropiación del Partido Republicano por un ‘outsider’, la ruptura de la Unión Europea con un discurso de nacionalismo inglés que ha reabierto heridas y riesgos para la propia unidad británica y, en el caso de Polonia, la apuesta por un modelo de conservadurismo integrista y autoritario que está abocado a seguir confrontándose con las bases democráticas y liberales de la UE.

El mundo es lo suficientemente incierto e inestable, las transformaciones sociales y culturales resultan tan profundas, la necesidad de consolidar un nuevo paradigma de bienestar, de crecimiento y de seguridad es tan apremiante que una oferta que integra el valor del orden con el de la libertad, el respeto a las instituciones como depositarias de soluciones colectivas a problemas comunes con el impulso reformador, el pragmatismo con la profesión de valores y un sentido moral, prepolítico, del bien común, además de una larguísima trayectoria al frente de gobiernos, debe tener capacidad para proyectarse en el futuro. Para ello, el centro-derecha debe afirmarse frente a los populismos, sin despreciar los temores legítimos de quienes han creído encontrar en aquellos la respuesta, pero sin transigir con lo que los populismos tienen de engaño, de falsas soluciones y de descrédito de la democracia liberal.

En tiempos de fragmentación, el centro- derecha europeo no debería caer en la tentación de convertirse en la suma de partidos monotemáticos (nacionalistas, ecologistas, feministas), sino aprovechar como un gran activo su capacidad para elaborar una propuesta para toda la sociedad a la que hoy las causas singulares y las políticas de identidad atomizan y fraccionan. Y debe mantener un firme compromiso con el proyecto europeo en la perspectiva de un reencuentro con Estados Unidos, porque basta mirar a China para darse cuenta de que en Europa y en una relación transatlántica refundada radican las claves de la estabilidad futura.