Debemos protegernos del virus y de un gobierno incapaz
¿Salir a la calle?, claro, quién dice que eso no sea lo deseado. Llevamos casi cincuenta días en casa y queremos recuperar nuestra vida, charlar con nuestros amigos, saborear una cerveza al sol de la primavera, pasear con nuestra familia, sentarnos en nuestra esquina favorita y visitar a nuestros mayores o a nuestros menores… pero afuera, en la calle, hay un virus criminal, un patógeno mucho más agresivo de lo que creíamos, lo que nos obliga a ser prudentes. No podemos abrir las puertas como las de un «saloon» del oeste y precipitarnos en estampida a la calle. Supongo que eso lo tenemos todos claro, y si no lo tenemos, lo que tenemos es un problema. Cada día se muere
una media de trescientas personas y se contagian -o se descubre que se contagian- unos cuantos miles, lo cual lleva a pensar que salir y abrazarnos y compartir una barra de bar abarrotada no es una buena idea. Inevitablemente, hay que poner orden. Hay que decidir cómo salimos, cuántos y de qué forma: no todos a la vez, no en un viva la virgen y no durante un número indeterminado de horas. Esa labor, que se corresponde esencialmente al desarrollo que seamos capaces de conseguir de nuestro sentido común, debe realizarla un gobierno, ese ente que está trufado de ministros, asesores, expertos, chupópteros, correveidiles y sacrificados funcionarios (por lo que se ve, podremos correr pero no andar rápido). El Gobierno de España, que es uno pero que, en realidad, son dos, sabe que no tiene más remedio que ofrecerle a la gente un mínimo horizonte: yo os tengo metidos en casa pero sé que eso es insostenible por mucho tiempo, con lo que abro la mano. Y la abro, fundamentalmente, por dos motivos: el primero tiene que ver con la paralización de la economía y el hundimiento de todos los marcadores habidos y por haber; no podemos continuar sin generar actividad económica porque el agujero amenaza con ser cósmico. Si las empresas no facturan tampoco devengan, con lo que el Estado no recauda y resulta incapaz de afrontar todos los pagos a los que se ha comprometido, ERTE, pensiones, desempleo, gastos corrientes y demás. Si yo, Gobierno, propicio una vuelta con condiciones casi imposibles, obligo a que los pequeños empresarios decidan si operan o no; en el caso de que no lo hagan porque no les compense, les echo la culpa a ellos y digo lo que la vicepresidenta cuarta: «Si no están cómodos, que no abran». Inmediatamente, por supuesto, se les retira el ERTE ese que ni siquiera han sido capaces de administrar y pagar. El segundo tiene que ver con la comparativa europea: en cuanto los españoles comprueben que toda Europa está ya en la calle en condiciones razonables para recuperar poco a poco su vida anterior, los ciudadanos girarán su mirada hacia el gobierno español y le preguntarán por qué los españoles somos los últimos en salir y los que mayor número de víctimas presentamos en nuestro tétrico balance. Esas son las dos razones que han llevado a Sánchez y familia a improvisar un plan que van detallando poco a poco, con muchas supuestas ideas que den la sensación de que están haciendo muchas cosas, aunque ninguna sea medianamente efectiva. Y es posible, incluso, que ni siquiera en el seno del mismo gobierno estén de acuerdo. Los chicos de Iglesias están por la continuidad del confinamiento, pero no por cuestiones sanitarias: lo hacen por destruir cuanto más mejor el sistema productivo español. Que lo privado deje de existir para, después, aparecer como el salvador que llega con sus regalías de rentas mínimas y otros inventos.
Debemos protegernos del virus. Sean muy prudentes. Pero también debemos protegernos de un gobierno incapaz, presidido por un embustero compulsivo y vicepresidido por un tipo que abriga las peores intenciones para con la democracia que conocemos. Contra el virus antes o después llegará una vacuna y un tratamiento efectivo. Contra esta otra maldición, solo cabe un milagro electoral.