ANTONIO RIVERA-El Correo

 

Por lo visto hasta ahora y los rasgos de su carácter, Pedro Sánchez estaría lejos de ser un estadista. Por el contrario, se trata de un perfil típico de este tiempo: hábil en llegar y manejar un poder convertido en finalidad. Por eso desconcierta que se arriesgue con esto de los indultos a los reos por el desatino del ‘procés’. Pero, precisamente, lo único que es de estadista es el riesgo de la decisión, que se mueve entre la imposibilidad y el desastre al depender de tantos factores y agentes. Y que, de salir medio bien, no le resultará tan fácil recoger para sí todo el fruto.

¿Por qué lo hace, entonces? Porque no tiene otro remedio. Su poder lo soporta la expectativa de una oferta al secesionismo catalán capaz de generarle apoyos entre parte de éste. Es un clavo ardiendo para Esquerra, pero a la vez asidero frente a un socio (Puigdemont) que le lleva al abismo. Más aún, que lo busca como estrategia para él y para su asociado: el caos político y social, y el sinsentido del gobierno autonómico, respectivamente. También le es grato al socio de Sánchez (Podemos): el irenismo como respuesta al secesionismo a falta de otra lectura que le obligue a enfrentar la realidad sin doctrinarismos izquierdistas (nacionalismos subestatales buenos, nacionalismo estatal malo). Finalmente, Sánchez no le hace ascos porque su cultura política es la de Zapatero, no la de González: más que un proyecto de país o unos principios firmes tiene una intuición de por dónde discurre la inclinación de una ciudadanía suficiente, por muy contradictoria que resulte, como para mantenerle en el puesto.

Todo haría de Sánchez un canalla, pero enfrente tiene el consuelo cabal para él y su parroquia: la rancia derecha española, incapaz de responder a los grandes retos si no es con amenazas o con grandes proclamaciones. La estrategia de Sánchez se desvanecería ante una derecha liberal, democrática, arriesgada: le enfrentaría a su tacticismo y no le justificaría con su buscada apatía. El diálogo entre las dos grandes fuerzas españolas fortalecería y haría creíble ese diálogo entre el Estado y los secesionistas que se aprecia imposible hoy, precisamente, porque todos los actores directos o indirectos están en disposición de cargárselo en el momento en que les interese. Ahí es donde el presidente se las puede dar de estadista: en el gran espacio que le deja una derecha demostradamente incapaz de abordar la crisis catalana, incluso históricamente.

Estamos entonces en una situación en la que todas las afirmaciones de que el contrario está obrando mal son perfectamente plausibles. Ello invitaría a no hacer nada, pero ya lo hicieron los anteriores, con nefasto resultado. La desconfiada esperanza en que al arrojar otra vez los dados se abrirá un escenario diferente se sostiene, no en la lógica del futuro, sino en la mala experiencia del pasado. Ahí juega Sánchez en su terreno, más cercano en el papel a un tahúr del Misisipi que a aquel a quien se lo llamaron (Adolfo Suárez). Un estadista, este sí, aunque por casualidad. Entre tanto, los demás, como en el juego: a esperar y ver.