Equilibrio

Optando -en concordancia con Batasuna- por presentar el fin del terrorismo como pacificación (y no como recuperación de la libertad secuestrada), el Gobierno consolida la superstición bélica. Identificando a la oposición con el antagonista mítico (el franquismo) cuya contumacia impide poner fin a la Guerra Civil (es decir, a la «guerra» de ETA), se llegará a ver en la aniquilación política del PP el requisito indispensable para la paz, o sea, para el acuerdo entre ETA y el PSOE.

INESTABLE. La clásica separación de poderes, la del barón de Montesquieu, sólo existe en los libros, toda vez que los gabinetes gubernamentales se apoyan en las mayorías parlamentarias. Tácitamente, las democracias han sustituido el equilibrio entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial por otro distinto (entre gobierno, oposición y judicatura), sin que el sistema se resienta. En la práctica, como han observado los exégetas del Espíritu de las Leyes, los tres poderes se reducen a dos, al ser el judicial «como nulo», aunque, aduce con razón Carmen Iglesias, tal «nulidad», para Montesquieu, no supone una negación de la existencia ni de la fuerza de aquél. Efectivamente, la independencia del poder judicial es, ante todo, una separación respecto a lo político. La separación de poderes en la esfera propia de lo político podría, pues, reducirse al equilibrio entre gobierno y oposición. Si los descontentos con la gestión gubernamental obtienen la mayoría parlamentaria, se produce la alternancia. Cuando el equilibrio se altera hasta hacer la alternancia imposible, el sistema se convierte en régimen.

El desequilibrio del sistema desde la oposición deriva siempre en guerra civil, más o menos cruenta. La Segunda República atravesó dos situaciones claramente bélicas, la insurrección de las izquierdas en 1934 y la rebelión militar, que arrastró a las derechas, de 1936 a 1939 (el golpe de Sanjurjo, como el del 23-F medio siglo después, no dio lugar a guerra civil alguna porque no estaba respaldado por la oposición). Resistió la primera y fue destruida por la segunda. Por muy encabronada que se sienta la actual oposición, es evidente que ni puede desequilibrar el sistema ni tiene ganas de hacerlo.

En buena medida, la impotencia de la oposición, no ya para desestabilizar el sistema sino incluso para garantizar la alternancia, se debe a la necesidad de invertir todas sus energías en mantener el equilibrio de poderes que el Gobierno y sus aliados nacionalistas no han dejado de minar desde hace dos años. De ahí la paradoja de una oposición identificada con el sistema frente a un gobierno insurreccional, prisionero de su imaginario bélico y revanchista. La tragedia de la izquierda española, ha afirmado Arcadi Espada, es que quiere ganar la Guerra Civil. En esta tesitura, lo peor que podía pasar -y que ya está pasando- es el acercamiento del Gobierno a quienes más han hecho por prolongar la falacia de una Guerra Civil inconclusa (que, por descontado, también esperan ganar).

Los atentados de Barañain y Guecho, las cartas de ETA a los empresarios y las provocaciones de Batasuna a los navarros han desencadenado un conjunto de ataques del Gobierno y del PSOE a la oposición, con un denominador común: la caracterización de la derecha democrática como franquista, lo que dista de ser una novedad, pero a la que la prisa de los socialistas por cerrar acuerdos con el complejo etarra añade ahora matices inéditos. Probablemente, ni Ramón Jáuregui, al establecer por enésima vez la genealogía franquista del PP, ni Jordi Sevilla, al definir a dicho partido como la derecha carca de siempre, creen salirse de la tópica socialista al uso. Pero las circunstancias actuales modifican el sentido de estas calificaciones. Optando -en concordancia con Batasuna- por presentar el fin del terrorismo como pacificación (y no como recuperación de la libertad secuestrada), el Gobierno consolida la superstición bélica. Una cosa es tratar a la oposición de forma altanera e insolente. Otra, muy distinta, identificarla con el antagonista mítico (el franquismo) cuya contumacia impide poner fin a la Guerra Civil (es decir, a la «guerra» de ETA). Por esta vía, se llegará a ver en la aniquilación política del PP el requisito indispensable para la paz, o sea, para el acuerdo entre ETA y el PSOE, que simbolizaría la victoria póstuma de las izquierdas y los nacionalismos derrotados en 1939. Sobra decir que el sistema democrático no sobreviviría a este final feliz.

Jon Juaristi, ABC, 28/4/2006