Era el día

EL MUNDO 10/04/14
ARCADI ESPADA

Llevaría unos diez minutos hablando el presidente Rajoy cuando dijo que en realidad el debate podría acabarse en aquel momento. Durante esos diez minutos había hecho de secretario de la Mesa y había leído por segunda vez la impecable respuesta del Gobierno a los planes soberanistas. A mí también me habría gustado que el debate acabara ahí. E incluso que la representación del Estado se hubiese limitado al secretario verdadero, aunque rogándole que ya que hablaba en castellano dijera Generalidad en vez de Cheneralitat. Por contra, si el debate proseguía más allá del trámite y se adentraba en la política yo esperaba que los partidos democráticos se afanaran en la deslegitimación del nacionalismo. Si el día iba a durar, era el día.

El día de acabar con la falsificación principal de todo el siniestro proceso impulsado por el presidente Mas. De explicar que lo que había llegado al Congreso era la excrecencia, a menudo ridícula, de la más reaccionaria y dañina ideología europea. Y que la construcción del relato separatista y su apoderamiento social solo podía entenderse en los términos de un fracaso monumental de los ciudadanos catalanes, sarnosamente y con gusto vencidos por la corrupción, también económica, de sus elites políticas y por el desarrollo de un proceso de ingeniería social que empezaba en el Camp Nou (desde hace años Cataluña es ya algo menos que un club) y culminaba en TV3, el instrumento trazador del perímetro moral en que se desenvuelve la llamada nación catalana. Era el día de puntualizar que el proyecto de masiva fabricación de extranjería del nacionalismo no es el peaje del que aspira a salir mediante ese mal menor de una dictadura política, de una situación de opresión cultural o económica o, simplemente, de una injusticia generalizada; sino sólo el capricho sentimental y fantasmagórico de los dirigentes de una región europea que goza de niveles de autogobierno incomparables y que suponen que ni el más espectral catalanista pueda sentirse extranjero en ella. Era el día de satirizar, en fin, los complejos de Madrid, rompeolas de España: esa clase dirigente transversal, pomposa y fúnebre, siempre dispuesta a dejarse engatusar por el más ínfimo psicoanalista de barrio (hay uno que sienta a sus enfermos en el diván y les hace hablar con un toro), a cambio de que no la llamen antidemócrata, súplica.

Era el día, pero solo pareció saberlo la diputada nacional Rosa María Díez González.