ABC-IGNACIO CAMACHO
Érase un bonito país de cuento en el que sólo la imaginación servía para explicar lo que estaba sucediendo
ÉRASE que se era en un bonito país un ministro que tuvo que dimitir por defraudar a Hacienda. Érase que se era otra ministra que también renunció por inspirar su trabajo de máster en la Wikipedia. Y como no hay dos sin tres, ni tres sin cuatro, resultó que otro colega había creado una sociedad-pantalla para comprar una vivienda y que la portavoz del Gabinete tenía sin consignar en su declaración de bienes un chalé, varios pisos y una parcela. Érase que se era una quinta compañera que se entrevistaba, siendo fiscal, con policías de fama deshonesta, y que ante ellos acusaba de irse con menores a algunos jueces de la Audiencia. Érase que se era un sexto camarada que siendo consejero de una gran empresa vendió acciones de su mujer en vísperas de la quiebra, y recibió una multa por el palmario manejo ventajista de información secreta. Y érase, por último, un presidente que fue descubierto como autor de una tesis fraudulenta, llena de párrafos copiados sin cita de publicaciones ajenas y tal vez redactada por una mano jornalera. Érase que se era, en fin, que casi la mitad de los miembros de un Gobierno presentado como paradigma de la decencia no pasaba su propio filtro de conducta ética. Pero, lejos de actuar en consecuencia y rendir las correspondientes cuentas, culpaba de la polvareda a una conjura de alcantarillas muñida por sus adversarios y la siempre socorrida prensa.
Érase otra vez que ese mismo presidente quiso redactar unos presupuestos y escogió a lo mejor de cada casa para componer un acuerdo: populistas, filoetarras y separatistas insurrectos, autores de un golpe contra el Estado cuyos líderes estaban fugados o presos. Con tal de complacerlos decidió subir los impuestos a ciudadanos y empresarios asfixiados por el esfuerzo, y violentar las reglas democráticas para evitar el bloqueo de una Cámara con derecho de veto. Érase otra vez que mientras los socios negociaban en amable pasteleo con ese Ejecutivo tan abierto y moderno, pedían la independencia, exhibían su desafecto y reprobaban al Rey sin que el jefe del Gobierno diese muestras de desasosiego por la repulsa al monarca que firmaba sus frecuentes decretos. Érase que se era una nación sumida en el desconcierto de verse codirigida por sus adversarios manifiestos, que aprovechaban la falta de una mayoría estable en el Congreso para ir socavando las instituciones desde dentro. Y érase una opinión pública absorta ante un debate de gallinero en el que las televisiones sustituían al Parlamento y en el que la acción efectiva del poder se reducía a una propagandística política de gestos.
Nada de esto sucedió en realidad, por supuesto. Se trata de una pura ficción, o merecería serlo porque esta clase de cosas no ocurren en ningún país serio. Y porque, como decía León Felipe, no sabemos muchas cosas, es verdad, pero sí sabemos que la cuna del hombre la mecen con cuentos.