El Correo-ANTONIO SANTAMARÍA Periodista y ensayista sobre el nacionalismo catalán y el pleito de las identidades
Las elecciones del 10-N han pulsado la correlación de fuerzas del independentismo catalán. El escrutinio mostró que ERC –clave para la investidura o no de Sánchez– se mantiene como primera fuerza política, a escasa distancia del PSC. Sin embargo, perdió el 2% de los votos y dos escaños, frente a Junts per Catalunya, su principal rival por la hegemonía del movimiento secesionista, que incrementó sus apoyos en el 1,6% de los sufragios y un diputado. La CUP, novata en las generales, logró un excelente resultado con el 6,3% de los votos y dos representantes. La caída de ERC fue superior en los municipios donde el secesionismo es mayoritario, como en Vic, donde las tres formaciones independentistas sumaron el 70% de las papeletas. Aquí, ERC perdió el 7%, mientras JxCat subía un 5% y la CUP lograba la tercera plaza, con el 11,6%. Por el contrario, el partido de Junqueras resistió o incluso mejoró ligeramente sus resultados en el área metropolitana de Barcelona, donde el independentismo es minoritario.
La fuerza mayoritaria del constitucionalismo, el PSC, cedió el 2,7% de los votos y experimentó sus mayores pérdidas en sus plazas fuertes del cinturón industrial de Barcelona. Así, en Santa Coloma de Gramenet –donde las tres fuerzas secesionistas sumaron el 16,3%– los socialistas cayeron un 4% y los Comunes sólo el 1%, mientras Vox doblaba sus registros, pasando del 3,8% al 8%, Cs perdía la mitad de sus electores y PP mejoraba ligeramente.
En definitiva, las dos formaciones centrales y mayoritarias de ambos bloques, que se han mostrado más proclives al diálogo, fueron ligeramente castigadas en beneficio de sus extremos: PP y Vox y JxCat y la CUP, respectivamente. Las dos polaridades políticas e indentitarias, el partido de Abascal, en la extrema derecha españolista, y la CUP, en la extrema izquierda independentista, lograron registros muy semejantes. La CUP, 244.754 votos (6,35%) y Vox, 243.025 (6,30%). La formación ultraderechista ha mostrado una creciente penetración en los barrios obreros, al estilo del Frente Nacional en Francia. Esta polarización resulta la principal novedad de estos comicios, pues el voto dual, en términos sociales e identitarios, resulta una característica estructural del electorado catalán.
Las elecciones, celebradas en unas circunstancias especialmente anómalas, han estado determinados por una repetición de la cita con las urnas que no ha sido entendida por la mayoría de los votantes y por las reacciones a la sentencia del ‘procés’, que ha movilizado a los sectores más radicales del nacionalismo catalán y español. También, por la exhumación del dictador Francisco Franco, que ha reactivado al franquismo sociológico. Ahora bien, nos falta perspectiva para discernir si esta polarización es coyuntural, producto de estas circunstancias excepcionales, o responde a una tendencia de fondo, estructural, de la ciudadanía española y catalana.
El preacuerdo de un gobierno de coalición PSOE-Podemos impacta directamente en el convulso escenario político catalán, dominado por la perspectiva de un adelanto electoral. La irreflexiva negativa de los restos de Cs de apoyar esta fórmula deja en manos de ERC su viabilidad. Provoca, por tanto, la paradoja de que la gobernabilidad del Estado quede en manos de aquellos que quieren destruir su unidad territorial. Los dirigentes de Ciudadanos no han aprendido la lección de Manuel Valls en el Ayuntamiento de Barcelona, quien apoyó –a pesar de sus profundas divergencias ideológicas– a Ada Colau para impedir que la alcaldía fuese a parar al converso al independentismo y exsocialista Ernest Maragall.
El resultado del 10-N ha reforzado a los sectores más intransigentes del independentismo. Ello, unido a la proximidad de la cita con las urnas y la eventualidad de una inhabilitación de Quim Torra, dificulta que ERC permita con su abstención la investidura de Pedro Sánchez. Puigdemont y Torra emplearán todas sus energías en sabotear este Gobierno progresista de coalición mediante las máximas presiones a Esquerra, secundados, en una muestra de infantilismo político, por la CUP. Todo con el común objetivo de mantener el bloqueo y la ingobernabilidad para doblegar al Estado. Una estrategia nihilista que preferiría un Ejecutivo ultraderechista y anticatalanista en Madrid para provocar que el conflicto adoptase características explosivas en Cataluña y propiciar una imaginaria intervención de la Unión Europea.
En este contexto se explica porqué ERC ha elevado el nivel de sus exigencias para desbloquear la investidura. Esta formación se comporta de modo errático, entre dos vectores contradictorios. Por un lado, el encarnado por Joan Tardà, que apela al realismo político, dado el fracaso de la vía unilateral. Consciente de que no existirá en Madrid un Ejecutivo más proclive a abrir una vía de diálogo y partidario de cambiar el eje de las alianzas en Cataluña a favor de un tripartito de izquierdas, con el objetivo de ampliar la base social y superar la barrera del 50% de los votos. Por el otro, el sector representado por Marta Rovira, próxima a las tesis de Puigdemont y partidaria de continuar con el frente nacional con JxCat y la CUP y el desafío al Estado.
En parte para dirimir esta contradicción interna, en parte para presionar al PSOE, ERC ha convocado un referéndum no vinculante a su militancia. En efecto, la pregunta está formulada para obligar al PSOE a aceptar una mesa de negociación como condición sine qua non para desbloquear la investidura de Sánchez. También para responder a las exigencias de JxCat en este mismo sentido, en la interminable pugna entre ambas formaciones por la hegemonía del movimiento independentista.