En un vídeo promocional de campaña editado por la coalición opositora que este domingo podría poner fin a casi 21 años de poder omnímodo de Recep Tayyip Erdogan en Turquía, su líder, Kemal Kılıçdaroğlu, aparecía sentado en la cocina de su casa, el cuello de la camisa desabrochado, las mangas arremangadas y sosteniendo en la mano una cebolla, ingrediente esencial en la cocina turca, cuyo precio se ha multiplicado por cinco en el último año. Kılıçdaroğlu, un ex funcionario de 74 años de hablar pausado, intentaba explicar a los votantes cómo la inflación que padece el país a consecuencia de las desastrosas políticas económicas de Erdogan ha afectado a todos los hogares: “Ustedes saben que cuando yo llegue al poder volverá la democracia, fluirá el dinero, regresarán las inversiones, la moneda se apreciará y tendremos prosperidad”, recitaba el candidato sonriendo a la cámara. “Pero si Erdoğan se queda, esta cebolla que tengo en mi mano y que ahora vale 30 liras en el mercado llegará incluso a superar las 100”.
Es evidente que 85 millones de turcos se juegan este domingo mucho más que el precio de una cebolla. Alguien ha escrito estos días que la Turquía de 2023 se encuentra en una encrucijada histórica parecida a la que enfrentó Alemania en 1933, año en que el partido nazi se hizo con el poder poniendo fin a la República de Weimar. Y tiene razón, porque lo que ocurra en las elecciones presidenciales y legislativas de hoy domingo en primera vuelta (y el 28 de mayo en caso de ser necesaria una segunda), tendrá un indudable impacto en el destino de la nación euroasiática, en el futuro de la OTAN, en el equilibrio estratégico dentro del continente, en el resultado de la guerra de Ucrania y en el futuro de Vladimir Putin, gran aliado de Erdogan y, en definitiva, en la suerte de las democracias parlamentarias, cada día más interpeladas por las autarquías que dominan hoy gran parte del globo. Curioso, o quizá no tanto, que esa potencial segunda vuelta turca coincida con la fecha de las elecciones autonómicas y municipales españolas en las que Pedro Sánchez, un émulo en tantas cosas del reis (jefe) turco, se juega también su futuro.
Con el Parlamento reducido a papel mojado y las libertades públicas muy recortadas, la vida de los turcos quedó sometida al férreo control del EPK, dueño del aparato del Estado, sin más salida para la oposición que el silencio, la cárcel o el exilio forzoso»
Se suele hablar de dos etapas claramente diferenciadas en la vida del fundador del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) como presidente de la república turca. Positiva, en líneas generales, la primera, con la puesta en marcha de un proyecto de desarrollo generalizado del país, con fuertes inversiones en infraestructuras, muchas de ellas con participación de capital extranjero, mejora general de las condiciones de vida y acercamiento a la Unión Europea. Las cosas comenzaron a cambiar justo 10 años después, con motivo de las violentas protestas desatadas en 2013 en Estambul a cuenta de un desarrollo urbanístico en el parque Gezi al que se oponían gran parte de los residentes. Para sorpresa de muchos, Erdoğan respondió con una violencia inusitada a las algaradas. Su deslizamiento hacia el autoritarismo se aceleró en julio de 2016, con ocasión de un supuesto intento de golpe de Estado que para muchos no fue sino un autogolpe destinado a acabar con la disidencia a su Gobierno. Allí Erdogan se quitó definitivamente la careta, desencadenando una feroz represión que incluyó la depuración del Ejército, la policía, los servicios secretos, la administración del Estado, los medios de comunicación, la universidad, etc. Las instituciones democráticas y el Estado de Derecho quedaron seriamente tocadas, proceso que culminó con el referéndum que en 2017 le otorgó poderes extraordinarios. Con el Parlamento reducido a papel mojado y las libertades públicas muy recortadas, la vida de los turcos quedó sometida al férreo control del EPK, dueño del aparato del Estado, sin más salida para la oposición que el silencio, la cárcel o el exilio forzoso.
Como buen dictador vocacional, Erdogan puso toda la carne en el asador del desarrollo (el PIB turco fue de 862.011 millones de euros en 2022, frente a los 1,327 billones de España el mismo año) dispuesto a promover el crecimiento a toda costa financiado con la maquinita de imprimir billetes (se ha cargado a tres gobernadores del banco central en otros tantos años). El resultado de esta política, con repudio a la subida de tipos a pesar de la inflación galopante, ha llevado a las finanzas públicas del país al borde de la suspensión de pagos, cosa que hubiera ocurrido sin los préstamos de emergencia con los que Rusia, Arabia Saudita y Qatar acudieron en su socorro. El déficit de cuenta corriente y la fuga de capitales –lo mismo que la deuda externa- se han disparado, provocando el desplome de la lira que ha perdido más del 70% de su valor en un año. La crisis, de extraordinaria violencia, ha caído como una losa sobre el pueblo llano. Aunque la inflación se ha reducido oficialmente del 85% al 50% anual, el guarismo real supera con mucho ese porcentaje. El paro afecta al 23% de la población activa, y el empobrecimiento de la población se manifiesta en una caída de la renta per cápita de 12.600 a 7.500 dólares en los últimos 10 años.
Crecientemente cuestionado, Erdogan no ha dudado en meter mano en la caja para frenar el descontento social mediante el acrisolado método de la compra de voluntades con dinero público, método al que tan aficionado es también nuestro Sánchez pintón»
Crecientemente cuestionado, Erdogan no ha dudado en meter mano en la caja para frenar el descontento social mediante el acrisolado método de la compra de voluntades con dinero público, método al que tan aficionado es también nuestro Sánchez pintón. Así, ha subido un 30% el salario de los funcionarios, ha disparado el SMI en un 200% desde enero de 2022, y ha ofrecido jubilaciones anticipadas en condiciones ventajosas a casi 2 millones de empleados públicos, entre otras medidas que agravan los desequilibrios macro de la economía turca y retroalimentan la inflación. Las promesas electorales del nuevo sultán han alcanzado niveles de auténtica orgía –gasolina gratis durante un mes, por ejemplo- en las semanas previas a la decisiva votación de este domingo, un fenómeno paralelo al que estamos viviendo en España gracias a la magnanimidad de nuestro particular “reis” con el dinero del contribuyente. Cualquier promesa es poca para un Erdogan contra las cuerdas desde que el terrible terremoto del 6 de febrero arrasara la región más oriental del país causando más de 50.000 muertos, tragedia que puso en evidencia las miserias de un Estado incapaz durante días de prestar los primeros auxilios a las víctimas, e incapaz también de atender las necesidades de los cientos de miles que han quedado a la intemperie tras perderlo todo. Ineficacia y también corrupción, corrupción al por mayor propia de un Estado de partido único en el que, fuera del AKP y de los clérigos islámicos, no hay vida.
Es otra de las características del régimen turco. La islamización acelerada que Erdogan ha sometido al país acabando con la Turquía laica de Mustafa Kemal “Ataturk” (“padre de los turcos”), centrada en la construcción artificial de una identidad imaginaria, la del “nuevo turco sunita” que se proyecta sobre la negación de los armenios, los griegos, los judíos, de los alevíes pero también de los dönme (grupos etnoreligiosos), la persecución de los kurdos pero también de los lazes o los zazas (minorías étnicas), una fantasía alimentada por el combustible xenófobo de un nacionalismo que necesita una política exterior agresiva, reclama una proyección imperialista para sobrevivir, lo que ha convertido a Turquía, paradójico miembro de la OTAN, en una potencia desestabilizadora en toda la región, en el Cáucaso –pobre Armenia, víctima irredenta del genocidio cometido por los “Jóvenes Turcos” entre 1915 y 1923 (“Los Cuarenta Días de Musa Dagh”, de Franz Werfel)-, en Nagorno-Karabaj, en el Egeo –Grecia de nuevo contra las cuerdas-, en Chipre, en los Balcanes, en Bosnia, en Kosovo. Sin olvidar Asia Central –Siria como zona de operaciones- y África Subsahariana. Y ahora, como guinda del pastel, Ucrania y su alianza con Putin. Si el tirano ruso se perfila como un nuevo zar dispuesto a reinventar la Rusia imperial, Erdogan es el nuevo “sultán” que sueña con reeditar el Imperio Otomano que el final de la I Guerra Mundial se llevó por delante.
Pero esta vez hay una salida para Turquía. Una puerta a un futuro mejor que podría abrirse este domingo, porque, por primera vez desde 2014, el autócrata Erdogan, impulsor de un culto a la personalidad capaz de rivalizar con el de Kim Jong-un en Corea del Norte, puede ser derrotado. Su verdugo se apellida Kiliçdaroglu, un nombre casi impronunciable en español, conocido como el «Gandhi turco», miembro de la minoría aleví, reconocido economista y personalidad tan respetada como escasamente carismática, “un burócrata jubilado de voz suave”,que dirige el primer partido de la oposición, el Partido Popular Republicano (CHP) fundado en 1923 por el propio Atatürk. En torno a él se agrupa una oposición variopinta de varios partidos, seis en total, que, tras ímprobos esfuerzos, han logrado acercar posturas con un único objetivo in mente: poner a Erdogan en la calle y devolver Turquía a la esfera de las democracias parlamentarias. La balanza podrían inclinarla los llamados “conservadores inquietos”, gente que ha votado Erdogan en el pasado pero se ha visto muy castigada por el deterioro económico, unos 5,3 millones de nuevos votantes jóvenes, y naturalmente los kurdos, alrededor del 18% de la población. Y si la victoria no parece fácil, más difícil aún resultaría la formación de un Gobierno entre seis partidos que apenas comparten la voluntad de acabar con el déspota.
Pero esta vez hay una salida para Turquía. Una puerta a un futuro mejor que podría abrirse este domingo, porque, por primera vez desde 2014, el autócrata Erdogan, impulsor de un culto a la personalidad capaz de rivalizar con el de Kim Jong-un en Corea del Norte, puede ser derrotado»
No será fácil, repito, y no tanto por lo apretado de las encuestas como porque el “reis”, a quien el periodista francés Nicolás Cheviron, autor del libro “Erdogan, ¿El nuevo padre de Turquía?” define como “un auténtico animal político, dotado de un instinto extraordinario, sin escrúpulos, capaz de todos los arreglos posibles para subir peldaños” (¿les suena, no?), está dispuesto a todo con tal de mantenerse en el poder; un jefe a quien Financial Times definía días atrás como “un autócrata envejecido que acusa a la oposición de ser enemiga de Turquía, de “mendigar” ante Occidente, rendirse al FMI y estar dominada por el lobby LGTBI, además de alinearse con el terrorismo kurdo”. El pack completo. Además de sacar provecho de una escandalosa ley electoral hecha a su medida en abril de 2022, la oposición recela del riesgo de fraude centrado sobre todo en la manipulación del voto de los 3,5 millones de desplazados por el terremoto del 6 de febrero, al punto de que solo una victoria electoral clara de Kılıçdaroğlu aseguraría su derrota.
Lo que hoy, cien años después de la fundación de la República por Atatürk, ocurra en Turquía será muy importante, tal vez decisivo, no ya para el futuro del propio país, que va de suyo, sino del de Europa, naturalmente para la OTAN, desde luego para la solución del conflicto ucraniano y el destino de Putin, y más ampliamente para las democracias parlamentarias, enfrentadas hoy a la amenaza creciente de los populismos autoritarios en las cuatro esquinas del planeta. Por el tamaño de su población, su potencial económico y su ubicación estratégica, el potencial desestabilizador de Turquía para la UE, al margen de otras zonas geográficas, es muy alto. Una Turquía con un Gobierno al frente capaz de restaurar el Estado de Derecho y las libertades fundamentales, con separación de poderes, justicia independiente, medios de comunicación libres, educación laica, y apertura a Occidente, se convertiría en un decisivo factor de estabilidad y progreso para los amantes de la libertad en todo el mundo. Tras lo ocurrido en Chile el pasado fin de semana, la caída del déspota Erdogan, con quien Sánchez comparte tantas “virtudes”, sería la segunda de esa trilogía de grandes noticias con la que sueñan los demócratas españoles: la victoria de la oposición este 28 de mayo y, sobre todo, en las generales de fin de año. La democracia en Turquía se ha reducido hoy a elecciones cada cinco años, un riesgo al que camina aceleradamente España de la mano de Sánchez y sus socios. Sánchez y su banda. «Hay cosas que pueden ser legales, pero no decentes», ha dicho el fatuo en Washington, en referencia a los etarras incluidos en las listas de EH Bildu, y al hacerlo ha pergeñado un perfecto retrato de sí mismo y de este PSOE que camina por la política del brazo de los herederos de ETA: un presidente legal, pero no decente. Un indecente. Un Gobierno legal, pero ilegítimo.