F. PARA LA LIBERTAD 12/07/17
JON VIAR
Hace veinte años yo solo tenía once. Como cada verano, mis despiadados padres me enviaron a uno de esos campos de concentración que eufemísticamente llamaban “campamentos de verano”. Mis amigos y yo estábamos en algún lugar de Francia pero mentiría si dijese que recuerdo el nombre. Lo que no olvido es el sarcasmo que usábamos sobre la habitación del campamento en la que nos hallábamos: «como el zulo de Ortega Lara» -‐ decíamos. Una licencia con la que exorcizábamos la tragedia que nos rondaba. Días antes de llegar a ese lugar de Francia, pudimos ver en la tele la liberación de Ortega Lara y la de Cosme Delclaux. Las imágenes de aquel zulo de Mondragón del que fue liberado el funcionario de prisiones eran impactantes. Lo que tampoco olvidaré nunca es la angustia de mi padre cuando nos vimos de nuevo. Su pasado le golpeó como nunca pero yo todavía no sabía por qué.
Mi padre fue de ETA. Detenido y torturado por la brigada político-‐social en 1969, estuvo en prisión durante ocho años. En 1977, gracias a la ley de Amnistía, salió por fin a la calle. Había sido un héroe para el mundo abertzale pero ya entonces renegaba de su pasado con amargura. Ya no simpatizaba con ETA. Ya no era nacionalista. Y por primera vez, después de maldecir en privado durante dos décadas, actuó. El secuestro y posterior asesinato de un joven de veintinueve años que desempeñaba su cargo de concejal del Partido Popular en la localidad vizcaína de Ermua cambió el paradigma vasco. Y cambió a mi padre para siempre. Ya no bastaba con renegar de su pasado, no era suficiente la condena moral de los crímenes en el salón de casa. Era necesaria una condena política, una actitud firme contra el terror. Y entonces, un nombre quedó grabado para siempre en mi conciencia: Miguel Ángel Blanco Garrido. Yo solo tenía once años y presenciaba con estupor aquella tragedia. De alguna manera heredé el trauma de mi padre, un psiquiatra y psicoanalista lacaniano que me confesó su pasado etarra. ¿Qué diría Freud?
Desde niño presencié largas veladas en ese salón de casa que se llenaba de humo.
Allí acudían amigos periodistas, escritores. Se desahogaban mientras fumaban. Resistían. Decía Jorge Semprún que si no estamos dispuestos a arriesgar nuestra propia vida por defender la libertad seremos siempre esclavos pero alzar la voz en Euskadi era una osadía. Nací en un pequeño rincón de España donde la propia “España” era una palabra prohibida por un tribunal identitario que sentenciaba a muerte a los disidentes. Eso era ETA. Y entonces, un grupo de intelectuales creó el Foro de Ermua. Uno de los fundadores de ese movimiento cívico fue, cómo no, mi padre. Ya no era posible la equidistancia, no había un lugar intermedio entre la víctima y el asesino. En ese instante dejamos de ser espectadores pasivos y comencé a sentir el olor del miedo. Muchas personas que antaño admiraron a mi padre le negaron el saludo. Le evitaban. Era un traidor para ellos, un “español”, un enemigo del pueblo.
Pocos meses después del asesinato de Miguel Ángel Blanco me compré mi primera cámara de vídeo y comencé a filmar. Al principio traté de rodar guiones inspirados en las películas que veía pero poco a poco, de un modo natural y ante el asombro de todos mis conocidos, comencé a escribir guiones sobre ETA. Y a filmarlos. Pensaba que debía hacer cine sobre la historia y la intrahistoria que yo tan bien conocía. Quería abordar el terrorismo huyendo del maniqueísmo pero sin ambigüedad. Y así lo hice mientras pude, sin medios, sin esperanza, pero con desbordante ilusión. Mis allegados me reprochaban que escribiese sobre ETA. ¿No había otros temas distintos? – decían. Claro que los había, pero a mí me resultaba imposible mirar hacia otro lado.
ETA declaró una tregua que resultó ser una trampa y volvieron a matar. Esta vez iban a por nosotros. La primera vez que vi a mi padre llorar fue el 7 de mayo de 2000, cuando supo que ETA había asesinado a tiros a su íntimo amigo José Luis López de Lacalle, compañero del Foro de Ermua y destacado militante antifranquista. Otros amigos también sufrieron atentados. José Ramón Recalde y Gorka Landaburu tuvieron más suerte y sobrevivieron pero el 8 de febrero de 2003, otro resistente antifascista fue asesinado por ETA. Joseba Pagazaurtundua fue tiroteado en Andoain, como su amigo José Luis López de Lacalle. Y yo seguía filmando con mi cámara, tratando de explicarme a mí mismo el horror que vivíamos. Poco después llegué a Madrid y descubrí asombrado que buena parte de la izquierda con la que yo me identificaba se mostraba más próxima a los dirigentes de Batasuna que a los militantes de las plataformas cívicas y los partidos constitucionalistas que se enfrentaban a ETA.
Miguel Ángel Blanco murió en vano, como todas las víctimas del terrorismo. Pero la movilización social que produjo su asesinato tuvo un efecto impredecible en la subjetividad de muchos vascos que pensamos por primera vez que la derrota de ETA era posible, que las negociaciones solo servían para reforzar a los pistoleros y que había que decir basta ya. Hoy pienso en la familia de Miguel Ángel Blanco y solo puedo decir una cosa. En el País Vasco no hubo un conflicto entre dos bandos. Hubo un intento de exterminio contra los ciudadanos que se negaban a comulgar con el delirio racista y totalitario de ETA. Y hubo, también, una minoría que resistió. Ni olvido ni perdón.
Jon Viar es cineasta, actor y doctorando en estudios ensayísticos, literarios y teatrales por la Universidad de Alcalá de Henares.