Es nuestro turno

EL CORREO 04/08/13
PELLO SALABURU

En la medida de lo posible, las prisiones deben servir para que, llegado el momento, quienes hayan cumplido pena puedan integrarse en la sociedad

Las asociaciones más reivindicativas de víctimas de ETA han puesto el grito en el cielo cuando han visto con un breve permiso en la calle a Urrosolo Sistiaga, preso acogido a lo que se ha llamado ‘vía Nanclares’. No todas las víctimas comparten ese juicio. Urrosolo ha tenido un papel protagonista y muy destacado en la historia criminal de ETA y está condenado a centenares de años de prisión por ello. Carga con decenas de asesinatos a su espalda, y con varios secuestros. Carga también con el indudable mérito de haber sabido decir –junto con varios compañeros– adiós a la banda. Eso es el resultado de un proceso personal nada sencillo en absoluto y con claros costes para él. Hace ya muchos años reconoció de forma pública su error, ha firmado escritos con un posicionamiento crítico claro contra ETA en varias ocasiones y ha pedido perdón a las víctimas. Por supuesto, estas están en su derecho personal de no perdonarle, faltaría más. Llevan su enorme dolor a cuestas. Pero Urrosolo –y también sus compañeros, claro– ha puesto de su parte lo que la sociedad le ha exigido durante años. Las asociaciones han cargado contra el Gobierno, que poco tiene que ver en este asunto, y contra el juez Marlaska, que no es una persona sospechosa precisamente de haber sido blando con los detenidos de la banda, y que se ha limitado a cumplir la ley, interpretándola, eso sí, de forma diferente a cómo la podrían interpretar otros jueces. Pero no se ha salido de lo que dicen las leyes.
Prácticamente en los mismos días se conocía el contenido del documento que los capos de ETA han hecho llegar a sus compañeros en la cárcel: nada de salidas individuales, que en octubre sacamos un documento en donde pondremos en claro nuestras posiciones. Ya le comunicaremos al Gobierno lo que debe hacer para solventar el conflicto. En unos meses saldrá el documento, los presos seguirán viviendo un tiempo más en la ficción, y en febrero habrá otra gran manifestación convocada desde las moquetas de los despachos. Y todo el mundo igual que doce meses antes y que doce meses después, si alguien no tiene ideas un poco más realistas. Mientras tanto, los encarcelados que vayan cumpliendo condena irán saliendo a la chita callando, a mí que no me pregunten nada. Poco a poco se quedarán los que más años les hayan caído.
Esta doble situación –presos que se acogen a lo que la ley les ofrece, y presos que viven ensimismados en una realidad que solo existe en sus mentes– pone a la sociedad frente a un problema que debe ser abordado de dos formas distintas. En primer lugar nadie, ni asociaciones de víctimas, ni presos, debe dudar de que la ley está para ser cumplida. Nadie debe dudar tampoco de que un delincuente, por graves que hayan sido sus delitos, tiene derecho a eso que se llama reinserción. Las sociedades democráticas tienen prisiones para defenderse frente a los delincuentes, pero también tienen obligaciones con respecto a los encarcelados. En la medida de lo posible, las prisiones deben servir para que, llegado el momento, quienes hayan cumplido pena puedan integrarse en la sociedad. Cumplir la ley significa, por otro lado, que el preso se puede acoger a los beneficios penitenciarios personales a los que tiene derecho. Dentro de unos márgenes, claro: un pederasta que no haya sido sometido previamente a análisis psicológicos detallados, y a todos los informes que se consideren precisos, no puede pisar la calle. La ley permite hacerlo solo si se dan determinadas condiciones, que nunca se limitan tan solo al cumplimiento de una parte de la pena. Esa es una condición necesaria, pero nunca suficiente. Del mismo modo, un delincuente, por mucho que haya luchado movido por ideas patrióticas, por mucho que algunos lo consideren un héroe, no puede ser puesto en la calle si no muestra la más mínima señal de que su vida se mueve por otros parámetros. Es muy sencillo: la sociedad debe defenderse.
Desde esta perspectiva, entiendo que el permiso disfrutado por Urrosolo, Gisasola y otros, no debiera suscitar demasiadas discusiones: la sociedad no puede tratar a todos los presos por igual. No puede tratar por igual al delincuente que ha dado muestras, durante años, de un alejamiento claro de la banda (de héroes pasaron a ser traidores y marginados) y al delincuente que sigue pensando que no fueron ellos, sino el conflicto, quien nos hizo la vida imposible. Se trata de algo elemental. Y tan elemental como eso es, en mi opinión, que se deberían buscar con los presos de la ‘Vía Nanclares’ medidas mucho más atrevidas, como ha sucedido ya en otros países: desde luego, nada les debemos. Pero los presos que se han atrevido a dar el paso –si vienen avalados por los informes pertinentes– tienen derecho a una segunda oportunidad, aunque esa oportunidad se haya negado a sus víctimas. Pero las sociedades modernas no se rigen por la ley del talión. El ojo por ojo debería quedar desterrado de nuestras vidas. Empecemos por no poner en cuestión lo que la propia ley contempla en estos casos. Y sigamos dando muchos más pasos, porque es la única forma de ir dejando las cosas en su sitio, y marcando con claridad al resto de presos cuál es el único camino posible. Los de Nanclares han hecho lo que la sociedad les ha pedido durante años. Es nuestro turno ahora: apoyémosles.