IGNACIO URQUIZU-EL PAÍS

  • La crispación es recurrente en España, donde funciona más vencer que convencer. Una nueva actuación es necesaria: la que parta de asumir que nunca nadie tiene toda la razón. La ciudadanía lo está esperando

La crispación hace mucho tiempo que acompaña a nuestra vida política. Ya en la última legislatura de Felipe González, el líder de Convergència i Unió, socio entonces del Gobierno socialista, acabó declarando en este periódico que el “espíritu de masacre, la demagogia, la falta de madurez democrática, la ausencia de sentido de Estado” (EL PAÍS, 3 de agosto de 1995) estaban íntimamente relacionados con las prisas de la oposición por llegar al poder. Años después, y con Rodríguez Zapatero presidiendo un Gobierno que estaba cercano a poner punto y final a ETA, el entonces líder de la oposición acusó al presidente socialista de “traicionar a los muertos”. Era un traidor a los ojos del principal partido de la oposición. En la actualidad, en medio de una crisis sanitaria histórica y cuando una abrumadora mayoría social demanda grandes acuerdos, los principales partidos del Gobierno y de la oposición se encuentran en las antípodas, llevando el debate político a un exceso de decibelios. Este tipo de atmósfera puede tener un coste enorme para cualquier democracia, puesto que es un excelente caldo de cultivo para la desafección y el alejamiento ciudadano de la política. No es extraño que la clase política se encuentre tan mal valorada por la opinión pública. Por ello, son muchos los que nos preguntamos: ¿es posible otra forma de hacer política?

Para poder responder a esta pregunta, debemos dar un paso anterior y analizar por qué en España la crispación es tan recurrente. Como todo fenómeno social, son varios los factores que están detrás. Me centraré en uno: la política en nuestro país parece descansar más sobre el vencimiento que sobre el convencimiento. Es decir, en los últimos años, todos los esfuerzos parecen más dirigidos a lograr mayores apoyos electorales que los adversarios en el corto plazo, renunciando casi siempre a la pedagogía y a la seducción. Es por ello que desde 2015 venimos asistiendo a ciclos electorales muy cortos (cuatro elecciones generales en cinco años), anteponiéndose los votos a cualquier otra cuestión. Dicho en otras palabras, los dirigentes políticos de nuestro país se sienten muy cómodos en la táctica electoral.

Es cierto que para alcanzar la confianza ciudadana se pueden seguir diversas estrategias. Felipe González ha definido en múltiples ocasiones a la actividad política como “hacerse cargo del estado de ánimo de la gente”. Desde 2011, nuestro país vive en un estado de desafección, desánimo y pesimismo. Es por ello que muchas aventuras políticas se han ido abriendo paso en forma de nuevos partidos. Había un caldo de cultivo propicio para ello. Para “hacerse cargo de un estado de ánimo” de estas dimensiones se pueden seguir dos estrategias diferenciadas.

Por un lado, los dirigentes políticos pueden recrearse en este desánimo y, en lugar de buscar soluciones, centrar todos sus esfuerzos en señalar a los posibles culpables. Así, se trataría de establecer la responsabilidad de nuestros problemas en los demás, presentándose uno mismo como víctima de los otros. De hecho, siguiendo esta estrategia, los culpables de todas nuestras desgracias acaban siendo nuestros adversarios, alimentando así la polarización. En los últimos años, existen múltiples ejemplos en esta forma de hacer política. El término “casta” no deja de ser una forma de focalizar los problemas de nuestro país en un grupo de gente, obviando la complejidad de cualquier realidad. Lo mismo hace la extrema derecha cuando descarga la responsabilidad de nuestras dificultades como sociedad sobre la inmigración. O en el debate sobre la despoblación lo más común es culpar a los demás del problema del vaciamiento de los territorios, sin reflexionar sobre la complejidad del fenómeno. En definitiva, una estrategia muy recurrente en los últimos tiempos es evadir la responsabilidad de cada uno, presentando a los otros como culpables de todos los males que asolan al país. Y esto, además, se hace con palabras altisonantes: traidor, felón…

Por otro lado, un dirigente político puede “hacerse cargo del estado de ánimo de la gente” mirando al futuro con esperanza y poniendo sobre la mesa soluciones. Ahora el desánimo y el victimismo no tienen cabida. De lo que se trata, a diferencia de la anterior estrategia, no es de vencer, sino de convencer. Dicho en otras palabras, se dejan de buscar culpables y se pasa a exponer un proyecto político compartido por una amplia mayoría social, utilizando la seducción. Pero para desarrollar esta estrategia se necesitan liderazgos creíbles. Y la credibilidad exige de dos condiciones: saber de lo que se habla y creerse lo que uno dice. Solo así se alcanzará algo tan necesario en la política actual como es la capacidad de transmitir convicciones. Esta forma de “hacerse cargo del estado de ánimo de la gente” presenta más dificultades, desde luego. Ahora el dirigente político aparece como corresponsable de la situación y, en parte, depende de él la marcha de la sociedad. Uno ya no evade su responsabilidad, sino que la asume, sustituyendo la culpabilidad por la responsabilidad. Convencer implica seducir y para seducir se necesitan razones y argumentos. Las descalificaciones y el ruido ya no tienen cabida.

Desafortunadamente, la política española actual lleva instalada en la primera forma de hacer política desde 2015. El cortoplacismo, el victimismo o la búsqueda de culpables son los mejores ingredientes para la polarización y la falta de acuerdos. Cuando vemos en los otros a los responsables de todas nuestras desgracias, ¿cómo vamos a consensuar algo con ellos? ¿Cómo buscar el pacto si consideramos que los demás están detrás de todos nuestros problemas? Es por ello que necesitamos otra forma de hacer política. Necesitamos más seducción y menos enfrentamiento, más empatía y menos autoconvencimiento. El punto de partida sería asumir que nunca nadie tiene toda la razón y es probable que algunas razones de los demás sean aceptables. Mostrar estas actitudes en la política española actual nos llevaría a un escenario bastante distinto, porque implicaría no solo aceptar algunas de las razones de los otros, sino asumir cada uno su parte de responsabilidad. La ciudadanía ya no asistiría al clásico Duelo a garrotazos de Francisco de Goya, sino que pasaríamos a un debate público con argumentos. Si la política con altura de miras siempre es necesaria en cualquier sociedad, en unos momentos de dificultad como los actuales se hace imprescindible. No solo hay otra forma de hacer política, sino que la ciudadanía la está esperando.

Ignacio Urquizu es profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (en excedencia), diputado en las Cortes de Aragón por el PSOE y alcalde de Alcañiz (Teruel)