- El autor recuerda cómo el diálogo permitió avanzar a España en la Transición, y pide que en momentos de dificultad como los que ahora vive España primen el cumplimiento del deber y el principio de utilidad.
Pero, dada la imposibilidad humana de prever el futuro, la acción de cualquier gobierno viene determinada en buena parte por la necesidad de hacer frente a situaciones no previstas e incluso imprevisibles. Y una vez más lo imprevisible se ha hecho realidad en nuestra vida: un inesperado virus de impresionante carga letal ha pinchado la burbuja del optimismo con el que se formuló aquel programa de gobierno y hoy España se encuentra abatida ante la mayor catástrofe, medida en vidas humanas, desde la Guerra Civil.
La investidura del presidente del Gobierno en nuestra Constitución tiene un carácter programático (arts. 88.2 y 112 CE). Lo dejó muy claro el Congreso el 30 de marzo de 1979 cuando el presidente Suárez trató de ser investido sin previo debate de su programa. Y, si nos tomamos en serio los programas, haría bien el Gobierno en ir pensando qué compromisos se pueden cumplir, cuáles han de ser revisados y de cuáles nos debemos olvidar. Es algo que exige la Constitución y el buen funcionamiento de la democracia parlamentaria. Es también algo que necesitamos conocer todos los ciudadanos.
La declaración del estado de alarma conmocionó y unió a todos los españoles. Sin embargo, han bastado dos meses escasos para que haya saltado por los aires el inicial consenso sobre la forma de afrontar la pandemia. Cuenta Tucídides en su relato de la peste de Atenas que muy pronto en la ciudad infectada se desató la polémica sobre si lo que había vaticinado el poeta era una peste (loimós) o era el hambre (limós). Y, con su conocida sagacidad, aclaraba que “la gente acomodaba su memoria al azote que padecía”.
Se ha abierto una ventana de racionalidad política con la creación de una Comisión para la Reconstrucción
La naturaleza humana es la misma hoy que hace dos mil cuatrocientos cincuenta años. Era, pues, de esperar que también entre nosotros se suscitara la polémica sobre la naturaleza del problema al que debemos enfrentarnos; esto es, si hay que priorizar la crisis sanitaria o la crisis económica; o cuál es el mix más adecuado. Cada uno de nosotros acomodamos nuestras posiciones al azote que más padecemos y es así como aquel inicial consenso entre los partidos se ha transmutado hoy en una confrontación agria y a veces sectaria.
Pese al ruido y virulencia de algunas declaraciones, se ha abierto una ventana de racionalidad política con la creación, por acuerdo unánime, de una Comisión para la Reconstrucción Social y Económica. De ella se espera una definición compartida del problema a resolver en su doble dimensión social y económica, sin la cual es difícil estipular las mejores medidas para reforzar el sistema sanitario, proteger a los colectivos más vulnerables, apoyar el tejido industrial y fijar una posición unitaria en el seno de la Unión Europea. Se trata de un objetivo del que ninguna fuerza política con sentido de Estado se puede excluir en un momento tan dramático para millones de españoles.
Sean cuales sean las posiciones de partida de todos los partidos parlamentarios, aquellas deben ser puestas sobre la mesa, analizadas y discutidas entre todos. Uno de los componentes del ethos democrático, precondición de la democracia decía Böckenförde, es el estar abiertos a la argumentación y al compromiso en la confrontación política. Negarse de entrada al diálogo es negar la esencia de la democracia.
Por supuesto que el diálogo parlamentario no garantiza ineludiblemente el acuerdo. Pero todo el proceso parlamentario, con sus procedimientos, sus tiempos, sus propuestas y contrapropuestas, sus argumentos y sus refutaciones, además de ayudar a clarificar posiciones y a matizarlas, contiene en sí mismo un impulso al diálogo y a la negociación. El recurso a la votación no se plantea al principio, sino al final de los debates. No sabemos si la Comisión llegará a muchos, a pocos o a ningún acuerdo. Pero nos deben este debate que se deriva de la propia esencia de la democracia.
Lo mejor que puede acontecer a un partido político o a cualquier representante público es que el cumplimiento del deber venga reforzado por el principio de utilidad; del beneficio político, apreciado a través de lo que Bentham llamaba felicific calculus. Por eso tal vez no sea ocioso recordar a estos efectos las ocasiones en las que unos y otros lograron grandes éxitos dialogando, negociando y, en su caso, acordando. En la memoria de los mayores ha quedado grabado, por ejemplo, lo que ocurrió en el verano del 77. El contexto era bien diferente. Pero también había algunas notables coincidencias que merecen ser anotadas.
En 1977, como ocurre ahora, nos encontrábamos ante visiones diferentes de lo que había que hacer
En aquel momento, como ocurre ahora, nos encontrábamos ante visiones diferentes de lo que había que hacer. El 15 de junio de 1977 se habían celebrado las primeras elecciones democráticas. El presidente Suárez presidía un Gobierno en minoría parlamentaria y sin la fuerza que proporciona la legitimidad constitucional. Pero era un Gobierno al que la oposición no podía (ni quería) derribar, por más que aquel verano reguláramos provisionalmente un mínimo control del Gobierno.
Carecíamos de una definición compartida de los problemas a resolver. Para el partido del Gobierno el problema más urgente era la grave crisis económica: el “come República” no se podía repetir en España. Para buena parte de la oposición lo más urgente, sin embargo, era acometer cuanto antes todo un paquete de reformas legales en materia de derechos y libertades que fueran desmontando el sistema franquista.
Más animados los unos (UCD y el PCE) y más reticentes otros (como el PSOE), al final todos aceptaron la invitación al dialogo. Tras un verano de tanteos y negociaciones, el 25 de octubre de 1977 los líderes de los distintos partidos –centristas, socialistas, comunistas, nacionalistas vascos, Alianza Popular y nacionalistas catalanes– aprobaron como fórmula transicional dos bloques de acuerdos: los Acuerdos sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía y los Acuerdos de actuación jurídica y política.
Por los Acuerdos económicos, el Gobierno se comprometía a reducir el gasto público, topar el déficit, una política monetaria restrictiva, la aceptación de ajustes salariales, la flexibilización del régimen laboral, reformas en materia fiscal, de seguridad social, enseñanza, urbanismo y vivienda.
Con los Acuerdos jurídicos y políticos, exigidos por la oposición, el Gobierno se comprometió a reformar, en base a las propuestas de los socialistas, la ley de prensa y toda la legislación conexa en materia de libertad de expresión, secretos oficiales, regulación de los derechos de reunión y de asociación, asistencia letrada al detenido, despenalización del adulterio y del amancebamiento, anticonceptivos, reforma del Código Penal, reforma del Código de Justicia Militar, nueva ley de orden público o la reorganización de los cuerpos y fuerzas de seguridad.
Recordar aquellos Acuerdos reafirma el sentido que sigue teniendo el diálogo en nuestro modelo constitucional
Firmados aquellos Acuerdos ya no era necesario ni un gobierno de concentración por el que suspiraba Santiago Carrillo, ni un gobierno de coalición de centristas y socialistas en el que soñaban otros. El Gobierno preconstitucional seguía siendo un gobierno en minoría que habría de durar al menos hasta que aprobáramos la Constitución. Pero este Gobierno estaba atado a un programa elaborado entre todos. Y en aquel momento inquietante, los españoles recibieron con aquellos acuerdos un mensaje de esperanza de que los partidos políticos –tan nuevos o más que los de ahora– se habían unido con un propósito común.
En aquella operación ganó el pueblo español pues conseguimos aprobar la Constitución pese a la crisis económica, a los terroristas y a los golpistas. Pero también los ciudadanos premiaron en las siguientes elecciones al Gobierno de UCD y al principal partido de la oposición que finalmente, superadas las reticencias iniciales, aceptó entrar en la negociación. Unir lo útil y lo debido es siempre la mejor opción en política.
La democracia en España se inició con un gran diálogo y algunos pactos. Recordar aquellos momentos fundacionales en momentos tan críticos como el presente es una forma de reafirmar el valor y el sentido que sigue teniendo el diálogo en nuestro modelo constitucional. La democracia no es únicamente un entramado de estructuras diseñadas para el ejercicio legítimo del poder. Sin una cultura cívica subyacente, sin una disposición a la argumentación y al compromiso en los responsables públicos, aquella no es más que una cáscara hueca que nos permite únicamente ser libres un día cada cuatro años, como decía Rousseau de los ingleses. Esa cultura cívica la deberíamos haber adquirido en estos cuarenta y tres años.
Ninguno de los partidos presentes en esa Comisión para la Reconstrucción Social y Económica tiene la solución perfecta. Si fueran sinceros tendrían que reconocer que es muy poco lo que sabemos de esta pandemia. En política no hay verdades absolutas: el azote que padecemos es, como decía Tucídides, un virus (loimós) pero también puede ser muy pronto hambre (limós) en una crisis cuya magnitud no podemos aún imaginar. Mejor reservar las verdades absolutas para los creyentes y aceptar que en sociedades fragmentadas la política no puede ser sino un permanente ajuste entre proyectos diferentes.
Ojalá que los miembros de la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica no olviden lo que trató de enseñarnos, entre otros muchos, Hans Kelsen en Esencia y valor de la democracia y que practicamos los españoles en aquel verano del 77: Que la política en democracia es siempre transaccional.
*** Virgilio Zapatero es miembro de las Cortes Constituyentes y ex rector de la Universidad de Alcalá.