Editorial-El Español
Es razonable que las palabras de José María Aznar durante la inauguración del Campus Faes este martes hayan sido mal recibidas por el Gobierno. Porque ha expresado con meridiana claridad y firme contundencia lo que tantísimos españoles piensan: que la amnistía que Pedro Sánchez negocia en secreto con Carles Puigdemont es «un punto de no retorno hacia la destrucción de la Constitución» y que «pone en riesgo» la «continuidad de la nación» como «comunidad política de ciudadanos libres e iguales y como Estado bajo el imperio de la ley».
Lo que no es de recibo es la sobrerreacción con la que Isabel Rodríguez ha respondido al llamamiento del expresidente a una movilización cívica contra la amnistía. La portavoz del Ejecutivo ha acusado a Aznar de exhibir «comportamientos antidemocráticos y golpistas».
Resulta irónico que Moncloa califique de golpista a Aznar cuando está en conversaciones con un golpista stricto sensu para eximirle de su responsabilidad penal.
Pero, sobre todo, los aspavientos brutales de Rodríguez son un insulto a la inteligencia de cualquier ciudadano que se acerque al discurso de Aznar de buena fe. Porque es evidente que sus palabras en ningún caso revisten una «enorme gravedad» ni son «incompatibles con los valores democráticos».
Aznar ha defendido que «España acumula energía cívica, institucionalidad y masa crítica nacional» para impedir que «se consume» lo que considera un «proyecto de disolución nacional». Luego, ha pedido reunir y activar todas esas energías en una «contienda democrática» (nótese el matiz) para defender el Estado de derecho.
Aznar se ha limitado a reivindicar la necesidad de «plantar cara con determinación» a quienes quieren subvertir el orden constitucional y de «decir de nuevo ¡basta ya!», aludiendo a la galvanización de la ciudadanía que se produjo tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco.
¿Cómo es posible colegir de esta intervención, como ha hecho la portavoz en funciones, que «lo siguiente será llamar a un alzamiento»? Para abundar en el sainete, Moncloa ha defendido que su interpretación se sigue del instigamiento a una «rebelión nacional», cuando Aznar ni siquiera ha pronunciado la palabra rebelión.
Curiosamente, quién sí lo ha hecho ha sido el socialista Alfonso Guerra, que el pasado jueves dijo «rebelarse» contra una amnistía «insoportable» que es «la condena de la Transición», y que significará asumir que «la democracia es represora y los golpistas son los demócratas». Pero esa insubordinación no mereció condena alguna.
Lo que deja al descubierto esta hipérbole del Gobierno es el nerviosismo en parte del PSOE, que ve cómo crece cada día el rechazo entre los españoles de todas las ideologías a una medida de gracia inmoral e inconstitucional.
Se trata de un grotesco intento por amilanar a las voces críticas, en la medida en que tienen muy difícil justificar este nuevo beneficio penal a los independentistas. Una tentativa de amedrentamiento que el PSOE lanzó también contra EL ESPAÑOL este fin de semana, cuando tildó de «inquietante» el hecho de que algunos periódicos «se niegan a aceptar el resultado de las urnas y se creen en la potestad de quitar y poner gobiernos a voluntad». Y todo por haber instado a impedir el proceso destituyente de Sánchez mediante la congregación de la sociedad civil en una plataforma transversal.
La portavoz del Gobierno ha traspasado todos los límites. Hablar de un alzamiento alentado por la oposición es una temeridad porque hay ciudadanos que pueden llegar a dar credibilidad a estas tesis extravagantes.
Esta respuesta desproporcionada a unas palabras de sentido común, aunque encaminada a invertir los papeles, no le restará razón a Aznar cuando afirma que la amnistía a los responsables del procés «además de otorgar impunidad, convierte en legítima una gravísima intentona sediciosa contra la integridad constitucional».