ABC 21/09/14
JON JUARISTI
· El referéndum escocés se ha caracterizado por una admirable frialdad retórica. Puro «Scotch on the rocks»
Ysi el fin de ciclo histórico que estamos viviendo fuera el comienzo del declive de los pequeños nacionalismos secesionistas, por no hablar ya de pequeños nacionalismos a secas? Es cierto que el escocés no es un ejemplo típico de nacionalismo étnico. Así como entre el nacionalismo irlandés, el bretón, el vasco, el catalán y el flamenco hay bastantes semejanzas, el escocés se distingue con bastante claridad de todos ellos por la debilidad –si no por la ausencia– de místicas identitarias. La mayor parte de la tradición escocesa fue inventada a finales del siglo XVIII, tras la derrota de los partidarios de los Estuardo y el despoblamiento de las tierras altas, cuyos naturales, los mitificados highlanders, emigraron a Norteamérica. De finales del XVIII y comienzos del XIX proceden, en efecto, el tartan, los colores de los clanes, los poemas de Ossián y las estupendas novelas de Sir Walter Scott. Se improvisaron todos para crear cuanto antes la milicia escocesa, aportación fundamental del viejo reino a la empresa imperial: los suboficiales escoceses en la India fueron tan característicos del Ejército británico del XIX como lo habían sido los oficiales escoceses, el siglo anterior, en la guerra contra los franceses o contra los colonos rebeldes en América de Norte (recuérdese a los Munro o a los Duncan de las novelas de Fenimore Cooper).
Escocia no tiene una lengua «nacional», lo que es una enorme ventaja. El gaélico se conserva en algunas comarcas muy poco pobladas de las tierras altas; el escocés ( Scottish) es un inglés dialectal, y, en fin, con muy buen sentido, los escoceses nunca han desarrollado particularismos lingüísticos exclusivistas. Tampoco religiosos. Su nacionalismo no es historicista ni cultural, sino pragmático, y eso es lo que tiene en común con el unionismo que ha salido victorioso en las urnas. A un lado y al otro hay escoceses que hablan la misma lengua y no se diferencian por iglesias ni por tradiciones culturales.
En Escocia hay una división clara entre el occidente industrial y las viejas ciudades del este, más conservadoras en todo, pero no ha existido, desde hace más de dos siglos, la oposición entre lo rural y lo urbano que tan determinante ha sido en Cataluña o en el País Vasco. Es evidente que los nacionalismos de una y otra región se han «modernizado» a su modo, arraigando en las ciudades y apostando por la tecnología y la secularización (aunque controladas por un clero nacionalista), pero el imaginario rural sigue predominando en ambos. No sucede lo mismo en el escocés, cuya disputa con el unionismo poco tiene que ver con la conservación de identidades lingüísticas o etnoculturales y sí mucho, en cambio, con la viabilidad económica de un proyecto político (no es casual que la economía política naciera en Escocia). Personalmente, me ha parecido admirable la bajísima temperatura retórica del contencioso entre los partidarios del «sí» y los del «no» a la independencia, y el hecho de que no se hayan tratado mutuamente de traidores ni de botiflers. No es que albergue esperanza alguna de que se siga su ejemplo durante los próximos meses en Cataluña (ni en Madrid), pero a la larga se acabará imponiendo una similar despolitización de la pertenencia a determinadas culturas ancestrales o a sus restos. Lo que hemos presenciado esta semana en Escocia, desde la distancia, es un acontecimiento de civilización: se ha preservado, no una vieja nación, sino un Estado plurinacional con más de tres siglos de historia en los que las luces han superado a las sombras. Así, aunque divididos y británicos, los escoceses han demostrado ser una nación. No como otros.