Ignacio Camacho-ABC

  • La voz de la ciencia en el Ministerio la representa un agente propagandístico camuflado bajo una licenciatura médica

El ministro de Sanidad, tan educado como ineficaz, lleva razón cuando recomienda a Isabel Díaz Ayuso que «escuche a la ciencia». (Inciso: Salvador Illa no es un hombre cuyo talante le empuje a meterse en guerras; fue el gabinete de rasputines de Moncloa el que dio la orden de romper la recién iniciada tregua). El problema es que ese consejo, que tenía más de conminación que de sugerencia, no lo aplica el Ministerio a su propia tarea, como reconoció el propio Gobierno al admitir que el célebre «comité de expertos» que supuestamente lo asesoraba durante el período más dramático de la pandemia no era más que una invención para salir del paso, una superchería, una entelequia. Lo más parecido a un hombre de ciencia que hay alrededor de Illa es Simón el Falsario, el icono pop de las camisetas que lleva siete meses mintiendo a los españoles en sus cotidianas ruedas de prensa, un mero agente propagandístico camuflado bajo una licenciatura médica. Porque hasta el Instituto Carlos III, que tiene una reputación seria, ha defendido su independencia publicando inventarios de mortalidad, entre otras materias, que contradicen la versión oficial difundida para minimizar el impacto de la tragedia.

Si quisiera escuchar a los científicos, Illa ha dispuesto de numerosas ocasiones para hacerlo. Sin ir más lejos, a los de las sociedades clínicas que le han reclamado en «The Lancet», la publicación internacional de más reconocido criterio, una auditoría sobre la gestión pública del Covid para analizar los errores y corregirlos mientras haya tiempo. Esa carta la redactaron y firmaron virólogos, epidemiólogos y farmacólogos de centros de investigación españoles y extranjeros, gente al margen de la política que sólo quiere aportar de buena fe su experiencia y su conocimiento sin obtener hasta ahora otra respuesta que el silencio, que no es sino una forma discreta de desprecio. Consejos vendo que para mí no tengo. Quién necesita oír opiniones y pareceres ajenos cuando puede imponer los suyos por decreto.

A Ayuso le ha faltado, sin duda, asesoramiento cualificado o le ha sobrado arrogancia política. Pero su principal desventaja frente al Gobierno de la nación radica en su falta de pericia o de desparpajo para convertir embustes descomunales en verdades establecidas. No hay en Europa ningún portavoz de la comunidad científica capaz de sobrevivir al ridículo de «aquí no habrá más de uno o dos casos», a la casi delictiva -por rozar la negligencia criminal- negación de la utilidad de las mascarillas o a la sistemática manipulación de las estadísticas. Y ahí está Simón, impertérrito, sin sombra de mala conciencia, invitado estrella de aventuras televisivas. Ojalá la cuestión esencial consistiera en hacer más caso de los especialistas y no en haber tratado la mayor crisis sanitaria del siglo con la cínica terapia de choque de una sobredosis de mentiras.