CARLOS SÁNCHEZ-EL CONFIDENCIAL

  • La armonización fiscal es positiva, aunque lo diga Rufián. La UE lleva décadas buscando un territorio tributario común. La eficiencia se resiente cuando hay competencia desleal
Sostiene Rufián que «Madrid es un chiringuito que se ha montado la derecha en los últimos 25 años». Es más, sostiene Rufián que «hay que acabar con el dumping fiscal» que ejerce Madrid porque beneficia a «las grandes empresas y fortunas». Según sus cálculos, «desde 2011, las familias más ricas de Madrid se han ahorrado 6.000 millones en impuestos que podrían haber ido destinados a algunas cosas [sic]».

No le falta razón al portavoz de ERC en el Congreso. Aunque Madrid no es, desde luego, ningún paraíso fiscal, hay estudios, como los de los profesores Laborda y Rodrigo Sauco, que evidencian que las diferencias en los impuestos autonómicos influyen significativamente en la elección de la comunidad de residencia por los contribuyentes ubicados en la parte más alta de la distribución de la renta, y que, por esta razón, «la movilidad ocasionada por las diferencias en el IRPF parece dirigirse solo a la región de Madrid».

Solo por eso, como sostiene con acierto Rufián, la comunidad de Madrid debería ser más prudente a la hora de fijar sus tipos impositivos. Entre otras razones, porque Madrid, independientemente del partido que gobierne, se beneficia de un doble efecto.

Por un lado, de los réditos de la capitalidad, tanto por la inversión y el gasto público derivado de ello, como por la inversión extranjera, que siempre elige los centros situados cerca del poder; y, por otro, por una tendencia que se ha venido en llamar metropolización, que no es más que el éxodo desde los pequeños núcleos de población hacia las ciudades más grandes en busca de empleo, mayores salarios, mejor formación y, en definitiva, más oportunidades. Barcelona, por cierto, también se aprovecha de esos flujos.

Hay múltiples evidencias de que en las grandes ciudades la productividad es significativamente mayor, y eso explica un ensanchamiento de la desigualdad de rentas interregionales, además de otros factores. No es un fenómeno genuinamente español, sino que esa tendencia se está produciendo en el conjunto del planeta.

La tienda de la esquina

También tiene razón Rufián cuando sostiene que el presunto dumping fiscal de Madrid solo ensancha las diferencias entre regiones. Aunque él no lo haya dicho, por una realidad muy evidente. Si una comunidad ‘rica’ compite con una ‘pobre’, su oferta fiscal siempre será más atractiva, y, por lo tanto, podrá captar mayores rendimientos. El PIB per cápita de Madrid se sitúa, en concreto, un 85% por encima del de Extremadura, por lo que parece evidente que su Gobierno siempre estará en mejores condiciones de modular a su favor la presión fiscal. Una gran cadena de alimentación siempre podrá hacer una oferta más atractiva a sus clientes —en este caso contribuyentes— que la tienda de la esquina.

Esto es relevante por algo que los economistas conocen bien. La eficiencia económica tiende a ser menor si se resiente la movilidad social. Es decir, si los ricos son siempre ricos y los pobres son siempre pobres se desaprovecha el talento del conjunto de población; además de otros factores de índole ético o político, como es la polarización de la sociedad debido al ensanchamiento de la desigualdad (EEUU en un buen ejemplo).

Es decir, la política fiscal es esencial para asegurar la cohesión social, un valor proclamado en todas las Constituciones. Algo que explica que, en lo que va de siglo, como puso de relieve un informe de la OCDE, las tres cuartas partes de una muestra de 90 países hayan optado por elevar la relación entre impuestos y PIB, en particular los países de bajos ingresos. No porque quieran seguir siendo pobres y así ser menos competitivos y condenar a la miseria a su población, sino, precisamente, porque saben que los países con mayores niveles de renta son, precisamente, los de mayor presión fiscal.

De derecha e izquierda

Y lo son, no porque sus ciudadanos sean masoquistas fiscales y les encante la idea de pagar muchos impuestos, sino porque los partidos que han gobernado —de derecha y de izquierda— saben que, de esta manera, los ciudadanos tienen acceso a prestaciones esenciales, como una educación de calidad, sanidad gratuita o pensiones dignas.

Armonizar compensa porque integra los mercados y evita distorsiones artificiales, como sucede, en el ámbito europeo, con Irlanda o Países Bajos

Es más, como dice la OCDE, poco sospechosa de socialcomunista, «existe una correlación positiva entre el coeficiente de ingresos fiscales frente al PIB y el nivel de renta per cápita». Los países que más recursos destinan a educación, por ejemplo, tienen más probabilidades de lograr mayores avances en productividad, y por eso necesitan tipos más altos. Esto explica, por ejemplo, que incluso en EEUU, a quien siempre se pone como ejemplo de país de baja fiscalidad, destine ya el 18,7% de su PIB a gasto social (España el 24,7%), cuando en 1960 ese porcentaje era de apenas el 7%. A más gastos, mayores ingresos.

Y es que, salvo que todo el mundo se equivoque, bajar impuestos no supone mayor recaudación, lo que explica la tendencia general a incrementarlos para atender las crecientes demandas sociales; como tampoco subirlos de forma indiscriminada garantiza mayores ingresos, ya que a partir de un determinado nivel el aumento de la presión fiscal desincentiva el ahorro y la inversión. Además de ser intrínsecamente negativo.

Algunos estudios, como este de CESifo, una de las mayores redes de investigación económica del mundo, han acreditado que en las guerras fiscales no gana nadie. Madrid, por ejemplo, ha perdido recaudación debido a que los nuevos contribuyentes captados de otras regiones —la comparación se hace con Cataluña— no son suficientes para compensar el efecto que tiene en los ingresos la rebaja de tipos para los tramos de renta más elevados. Es decir, no es un juego de suma cero. Pierde Cataluña y pierde Madrid.

Bruselas lo sabe bien porque desde hace décadas, al menos desde 1962 con el informe Neumark, y, posteriormente, en 1992 con el célebre informe Ruding impulsa, desde luego con escaso éxito, una armonización fiscal en el impuesto de sociedades. Precisamente, para fortalecer el mercado interior evitando la competencia desleal, lo que permitiría a las empresas trasladarse de un país a otro disfrutando de un único mercado. Es decir, se trata de facilitar la internacionalización de las empresas europeas, ahora tan necesaria en el sector bancario, lo cual redundaría en una mayor integración. Eso sí, dejando bien claro que armonizar no es sinónimo de homogeneizar, ya que cada país tendría cierto margen de maniobra.

Unidad de mercado

El objetivo estratégico de la armonización es, por lo tanto, lograr mayor integración económica, lo que en España se conoce como unidad de mercado. Se trata de un asunto tan relevante que el propio Gobierno de Mariano Rajoy aprobó en 2013 la llamada ley de garantía de la unidad de mercado, que en su exposición de motivos recuerda, casi en los mismos términos que lo hace Bruselas cuando reclama armonizar la fiscalidad de las empresas, que «la fragmentación del mercado nacional dificulta la competencia efectiva e impide aprovechar las economías de escala que ofrece operar en un mercado de mayores dimensiones, lo que desincentiva la inversión y, en definitiva, reduce la productividad, la competitividad, el crecimiento económico y el empleo».

Si el emisor es Rufián hay razones para sospechar de la sinceridad de la propuesta, toda vez que lo único que busca es acosar al Estado y debilitarlo

Es decir, que armonizar es positivo porque integra los mercados y evita distorsiones artificiales, como sucede, en el ámbito europeo, con Irlanda o Países Bajos, que al atraer capital con bajos impuestos perjudican, por ejemplo, a las empresas españolas, también a las madrileñas, que no pueden competir cuando una multinacional paga menos impuestos que el tendero del barrio. Es decir, la no armonización es una mala idea, sobre todo cuando la estructura territorial del Estado es compleja y en las últimas cuatro décadas ha tendido a organizarse de acuerdo con eso que se ha venido en denominar ‘federalismo cooperativo’, que exige la coordinación respetando, al mismo tiempo, las competencias de cada territorio. No se puede ser federalistas en Europa y confederales en España.

El problema, sin embargo, se llama Rufián. O, mejor dicho, lo que representa el portavoz de ERC en Madrid, que pretende justamente lo contrario: deshacer o, al menos, debilitar, al Estado.

Lo último que les preocupa a los independentistas es fortalecer la unidad de mercado, y menos la cohesión social. La independencia que ERC proclama sería, de hecho, el mayor gesto de insolidaridad hacia amplios sectores de la población que han contribuido desde hace muchas generaciones a que Cataluña sea lo que es hoy.

El problema del socio del Gobierno, de hecho, no es Madrid, es España, y por eso su propuesta no es más que una añagaza política que solo pretende polarizar el eje Madrid-Cataluña, lo cual puede ser rentable a pocos meses de unas elecciones. Entre otras razones, porque sabe que la respuesta de Díaz Ayuso, para quien la confrontación con Cataluña, siguiendo la estela de Esperanza Aguirre, es parte de su naturaleza, iba a ser precisamente la que se ha producido, y de ahí que se trate de una simple provocación que probablemente no vaya a llegar a ningún sitio. Exactamente igual que ocurre en el caso de los independentistas, para quienes confrontar con Madrid es su razón de ser. ¿O es que Rufián ha protestado por la forma de calcular los sistemas forales?

Y este es, precisamente, el problema. La caótica discusión presupuestaria ha provocado que cada socio del Gobierno —PNV, ERC o Bildu— intente capitalizar aquello que ha arrancado a la Moncloa, y en este caso es tan importante la forma como el fondo. Y, por supuesto, quién lo cacarea a los cuatro vientos.

Si el emisor es Rufián hay razones para sospechar de la sinceridad de la propuesta, lo único que busca es acosar al Estado y debilitar su utilidad principal, que no es otra que reasignar los recursos de forma eficiente y equitativa.

Lo que es inexplicable es que el Gobierno, conociendo esto, y en particular la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, se hayan dejado comer el terreno, también en el ámbito de la fiscalidad estatal. Y en lugar de explicar con rigor los beneficios para todos de la armonización tributaria (también para Madrid) en aras de disponer de un sistema fiscal más eficiente y menos distorsionador en el conjunto del Estado, hayan dejado la materia en manos de ese fino fiscalista llamado Gabriel Rufián.