Ignacio Varela-El Confidencial
Aparentemente, el muy confuso y sofisticado plan para la desescalada no guarda ninguna relación con el pacto político, ni en él se reserva papel alguno a la oposición parlamentaria
Han pasado solo ocho días desde que el presidente del Gobierno y el líder de la oposición, tras dos meses de incomunicación absoluta, anunciaron la creación de una comisión en el Congreso de los Diputados con el supuesto fin de residenciar en ella el Gran Pacto de la Reconstrucción Nacional, que señalaría el rumbo armónico de la Nación hacia El Dorado de la Nueva Normalidad (por cierto, redactores de discursos de madera: a la nueva normalidad, sea esta lo que sea, no se regresa).
Visto el boato del anuncio, los biempensantes de guardia se apresuraron a jalearlo como la vía que, por fin, permitiría la concertación política que reclama el 90% de los españoles (en el 10% restante están secretamente todos los dirigentes políticos, quizá con la meritoria excepción de una Arrimadas en plena penitencia). El globo ha tardado solo ocho días en desinflarse. La tal comisión ha resultado ser otro ‘fake’; o si lo prefiere el señor ministro del Interior, otro bulo. ¿Quién monitoriza al monitor?
Hoy se ve con más claridad que lo de la comisión fue un ardid de Casado para sacudirse el cepo que le habían preparado en Moncloa, secundado por un Sánchez que está dispuesto a todo excepto a compartir la conducción de la crisis. En cuanto se pidieron concreciones sobre su naturaleza y contenido, aparecieron las cartas marcadas en la bocamanga de los jugadores: para el PP, debía ser la comisión del desgaste. Para el Gobierno, la del enésimo regate. La Mesa del Congreso aprobará el nacimiento de una criatura muerta, un aborto ejecutado de consuno por sus dos comadronas. Ni siquiera se tomaron la molestia, por disimular, de que la propuesta de su creación fuera conjunta. Como dice Pablo Pombo, una de las víctimas de esta crisis es la verdad; y otra, el pudor.
La cosa ha sido tan descarada que el artefacto ya no sirve ni para despistar. En la rueda de prensa de ayer, apenas hubo una tímida pregunta sobre el pacto, que el presidente se sacudió de un manotazo como un mosquito molesto. Como Rajoy hizo famosa la expresión “esa persona (o ese asunto) del que usted me habla” para evadirse de las cuestiones incómodas, el afamado acuerdo de reconstrucción ha pasado a ser, para el Gobierno, ese pacto por el que ya ni siquiera se pregunta, tan clara es su evanescencia. Han pasado solo ocho días y 3.000 muertos.
Aparentemente, el muy confuso y sofisticado plan para la desescalada no guarda ninguna relación con el pacto político, ni en él se reserva papel alguno a la oposición parlamentaria. Ello resulta al menos chocante porque, si entendí bien el farragoso discurso presidencial, se trata de abrir un proceso en cuatro fases de dos semanas cada una; lo que exigirá cuatro votaciones más en el Congreso para prolongar el estado de alarma hasta el final de junio. Vista la creciente hostilidad de sus señorías —incluidos los socios de su mayoría— en los debates anteriores, dar por hecha la aquiescencia de la oposición durante todo ese tiempo es mucho presumir. Sospecho que el hueso sin carne de la comisión no será suficiente para que el PP se siga prestando a prolongar dos meses más los poderes extraordinarios de este Gobierno. Lo del PNV es otra historia: por lo que transpira Ajuria Enea, es probable que, a estas alturas, Urkullu esté ya arrepentido de haber entregado el poder a Sánchez.
El gran problema de esta desescalada es que el Gobierno —y con él, el país entero— la inicia completamente a ciegas. Por seguir con el símil ciclista, la impresión generalizada es que Sánchez se dispone a emprender el descenso del Tourmalet de noche y con los ojos vendados.
No existe ninguna de las condiciones que el propio presidente presentó en su día como imprescindibles para relajar el confinamiento: ni se dispone de la encuesta serológica que permitiría conocer la extensión real de la epidemia (según su propio calendario, los resultados completos llegarán cuando ya se haya alcanzado la nueva normalidad), ni se ha realizado un número suficiente de pruebas, ni se controla el trazado de los contactos de los contagios conocidos. En la práctica, a partir del 2 de mayo saldrán a la calle millones de personas sin que nadie sepa quiénes están o no infectados. Es lógico que la gente prudente reciba las promesas presidenciales de libertad condicional con más aprensión que alegría.
El Gobierno es plenamente consciente de que se adentra en la fase más arriesgada de la gestión de la pandemia. Se aprecia el susto en cada una de sus palabras y movimientos. En el sermón del pasado domingo, inicialmente destinado a anunciar la buena nueva de la desescalada, la palabra más repetida fue ‘rebrote’, y el discurso estuvo plagado de cláusulas de salvaguardia. El mensaje subyacente fue algo así como: no me queda otra que dejarlos salir poco a poco, pero yo que ustedes no lo haría”.
No dudo de que el Gobierno habrá escuchado a múltiples expertos para dar este paso difícil. Pero en esta ocasión no ha prevalecido la opinión de los sanitarios, sino la presión social y la perentoriedad de sacar la economía del coma inducido. No he escuchado en los últimos días a ningún científico que no comparta lo que muchos presentimos: que el Gobierno llegó tarde a la pandemia y pretende salir de ella demasiado pronto.
No digo que no existan poderosas razones para ello: cada día que pasa con el país paralizado, la dimensión de la crisis económica que viene se aproxima más a la hecatombe. Pero lo cierto es que a día de hoy nadie es capaz de saber en qué situación estará España el 30 de junio: rozando la nueva normalidad o metida de nuevo en el calabozo del temido rebrote.
Es asombroso que, ante esa perspectiva, ni el Gobierno sienta de forma acuciante la necesidad de hacerse acompañar por la oposición ni esta esté realmente disponible para prestarse a ello. Especular políticamente en tiempos de crisis tiene un nombre, pero parece que no pueden evitarlo ni siquiera para protegerse: esta camada de políticos lleva la discordia en la sangre.
La gran novedad del día es que ha resucitado la provincia como unidad básica en el camino hacia la nueva normalidad. Mira por dónde, a lo mejor nos llevamos la sorpresa de descubrir que las diputaciones sirven para algo.